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Enomiya Hugo Y Lassalle - La Meditacion Camino Para La Experiencia De Dios.pdf

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LA MEDITACIOI CAMINO PAR;

LA EXPERIENC DE DIOS

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S T breve Hugo M. Enomiya-Lassalle

La meditación, camino para la

experiencia de Dios

EDITORIAL SAL TERRAE Guevara, 20 - SANTANDER

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Titulo del original alemán: Meditation ais Weg zur Gotteserfahrung

© Matthias Grünewald-Vg., Mainz 1980 Traducción de Ana M." Schlütter Rodés

© Editorial Sal Terrae, Santander 1981 Con las debidas licencias

Printed in Spain Imprimió' y confeccionó: La Editorial Vizcaína, S. A.

Dep. Legal: 1.834-81 ISBN: 84-293-0603-X

ÍNDICE Págs.

Prólogo 7 1. El camino cristiano tradicional: desde la medita­

ción objetiva a la meditación transobjetiva 11 2. El camino directo a la meditación transobjetiva 27 3. El proceso de abismamiento 49 4. El estado de abismamiento 75 5. La conciencia mística 79 6. El conocimiento místico 86 Epílogo 97

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Prólogo Seguramente nunca ha existido en Occidente un

ansia tan grande de meditación como en la actualidad. Es verdad que no siempre se trata exactamente de lo que hasta ahora se venía entendiendo en el ámbito cristiano por meditación o contemplación. Este interés tiene, en buena parte, motivos psicológicos: el hombre busca antídotos contra el peligro que le acecha de ser arrollado por el torbellino de la vida moderna tecnifi-cada; o, en el caso de sentirse ya arrebatado por él, es­pera encontrar un medio para volver a sanar psíquica­mente.

Pero también existen causas directamente relacio­nadas con lo religioso. Si nos fijamos en la religiosidad del hombre moderno, nos llaman la atención dos ca­racterísticas que a primera vista parecen contradicto­rias: mientras que la fe tradicional va retrociendo cada vez más, a niveles profundos se puede constatar un gran anhelo de Dios, que se observa con frecuencia precisamente en aquellas personas que han perdido todo contacto cercano con las Iglesias, aun cuando en otros tiempos hayan sido cristianas o lo hayan sido sus ascendientes.

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Muchas de estas personas no caen en la cuenta con exactitud de que se trata en el fondo de su búsque­da de interioridad. No les dice nada cuanto les llega a nivel de liturgia, predicación o lectura. Todo esto les produce la sensación de meras formas exteriores y les puede llegar a parecer hasta farisaico. En su situación, sienten mayor atracción por las religiones no-cristia­nas, y en especial por sus métodos de meditación.

Hay también otras personas que, sin haberse dis­tanciado de su fe tradicional ni haber roto con sus Iglesias respectivas, se sienten inseguras o, al menos, muy insatisfechas en el clima religioso actual. Ven cómo todas las cosas parecen tambalearse y observan cómo cuestiones tenidas antes por totalmente ciertas empiezan a ponerse seriamente en duda e incluso son rechazadas abiertamente como falsas. En otras épocas esto lo solían hacer quienes tenían una fe distinta o no profesaban fe alguna; pero ahora lo hacen incluso per­sonas llamadas a ser guías de sus propias comunida­des. Se habla de nuevas exégesis de la Biblia; de rein­terpretaciones de los misterios de la fe: de la Encarna­ción, de la Resurrección de Cristo y de su vuelta al fi­nal de los tiempos. Llega incluso a cuestionarse el mis­terio último de Dios, su Tri-Unidad. En fin, parece que se tambalean los cimientos de todo. Y lo grave de la si­tuación es que la reflexión sobre todas estas cuestio­nes, lejos de aportar la deseada seguridad y paz, au­menta las dudas. A pesar de todo, este grupo de perso­nas quiere conservar a toda costa su fe cristiana y pro­fundizar su vida religiosa, especialmente su oración.

En consecuencia, muchos sienten un gran anhelo de meditación, aunque quizá no caigan en la cuenta, de un modo reflexivo, de todos los entramados de fon­do que lo provocan.

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No hay duda de que sólo la experiencia de fe, me­jor dicho, la experiencia de Dios, es capaz de conducir a esas personas a la meta deseada. Para el hombre moderno la experiencia de Dios es, seguramente, la cuestión medular en el terreno religioso. Es verdad que esta experiencia, que con acierto se ha llamado «en­cuentro con Dios», puede darse en cualquier momen­to. Puede irrumpir súbita e inesperadamente según lo demuestra la experiencia de algunos. Pero estos casos son excepciones con las que no se puede contar a la hora de buscar con seriedad un modo de conservar y profundizar la propia fe. El hombre debe aportar, por su parte, los esfuerzos de que sea capaz y no debe de­jar al azar ni a la «casualidad» el que un día le llegue a alcanzar la Luz. En todo caso no se trataría de una ca­sualidad, sino de la Gracia.

Efectivamente, en la búsqueda de Dios es posible poner en juego el propio esfuerzo; y el camino de la meditación, en este sentido, resulta muy prometedor. Ofrecer pistas e indicaciones para entrar en él es la fi­nalidad de las explicaciones que siguen.

Vamos a hablar de una forma muy concreta de la meditación cristiana como camino que lleva a la expe­riencia de Dios. No se trata, por tanto, de la medita­ción como terapia, aunque también juega un importan­te papel como medio curativo para el hombre de hoy. No entraremos tampoco en la polémica susci­tada en torno a la oración, sobre si es o no aconsejable que un cristiano use de modos de meditación no-cris­tianos. No nos echaremos atrás, sin embargo, a la hora de aprender de otras religiones cuanto de valioso nos puedan enseñar. «Probadlo todo; quedaos con lo bueno», dice S. Pablo. No queremos tampoco demos­trar que una persona que haya perdido su fe cristiana

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pueda volver a recuperarla mediante el ejercicio de formas de meditación orientales, aunque estos casos no sean nada raros.

Nos dirigimos, por el contrario, a personas psíqui­camente sanas, que mantienen su fe cristiana y que buscan un camino de meditación que les satisfaga lo más posible como cristianos y como hombres de su tiempo, con sus múltiples frustraciones, problemas y preocupaciones. Al hacerlo, tenemos en cuenta el mo­mento histórico de la humanidad, cuyo desarrollo avanza continuamente y está llegando, en estas épo­cas, a un punto crucial. No cuestionamos en absoluto el hecho de que el hombre puede y debe encontrar a Dios también en su prójimo, tema éste que hoy se sub­raya tanto. Pero ahora nos proponemos tratar de aquel encuentro inmediato con Dios que no consiste en pensamientos ni palabras, sino que es transobjetivo.

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1. El camino cristiano tradicional: desde la meditación objetiva a la meditación transobjetiva

Al intentar indicar el camino para llegar a una meditación que pueda conducir a la experiencia de Dios, nos encontramos, de entrada, con un fenómeno insospechado: existen personas que, por así decirlo, nacen místicas. No en el sentido de que nazcan siendo hombres perfectos; de que entren en el mundo siendo ya santos; esto sólo fue posible en el caso del mismo Dios al hacerse hombre; es el caso, según la expresión tradicional de la teología, en que existe una unión per­sonal entre Dios y el hombre. Nos referimos al hecho de que algunas personas, en cuanto llegan al uso de razón y despiertan de alguna manera al mundo de lo religioso, oran y meditan espontáneamente al modo de los místicos.

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En cuanto se preparan para la oración, todo en ellos se recoge hacia el interior y se unifica, de tal ma­nera que dejan de pensar discursivamente. Y en lo re­ferente al método, se encuentran ya en ese punto hacia el que quisiéramos conducir al hombre normal que no tiene esta disposición y hacia el que tendrá que abrirse camino con esfuerzo. Para estas personas dotadas de talento místico, supondría una pérdida de tiempo in­tentar seguir los desarrollos de que vamos a hablar.

Tampoco les sería posible. El intento les resultaría costoso y sería, además, un estorbo para su anhelo re­ligioso, como lo demuestra la experiencia de quienes, a pesar de todo, y por no contar con la adecuada direc­ción, lo intentaron. Por lo tanto, no nos referimos aquí, en primera instancia, a los que están privilegia­damente dotados en este terreno. Nuestra atención se centra en quienes toman en serio su vida religiosa y desean llegar a ser personas en plenitud; en aquellos que tienden a la perfección cristiana y quieren valerse para ello de la meditación.

Para llegar a ser una persona cabal no basta, des­de luego, la meditación. Hemos de decirlo desde el principio y de una vez por todas: si el hombre no se es­fuerza constantemente por llevar una vida libre de pe­cado y por dominar sus pasiones desordenadas, nin­gún método de oración le va a hacer avanzar de ver­dad. Puede que recoja algún que otro fruto aparente, pero al final llegará a constatar, por experiencia pro­pia, que va por mal camino. A no ser que le suceda algo todavía peor, como aquel que había edificado su casa sobre arena: «Cayó la lluvia y vinieron las riadas; soplaron los vientos y embistieron contra la casa, que se desplomó; y fue estrepitoso su derrumbamiento».

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Nosotros nos limitaremos a la meditación. Al ha­cerlo, constataremos que, desde luego, la meditación como tal puede llegar a ser un medio excelente para el mismo perfeccionamiento ético. También que la perso­na que, por así decirlo, esté dotada desde su nacimien­to de una especial capacidad para la oración, debe procurar corresponder constantemente a ese don por medio de una progresiva superación ética. Si descuida­ra esto, también a ella le podría ocurrir lo que le pasó al hombre que construyó su casa sobre la arena. Los así dotados, tienen además otro peligro específico. De momento no saben que han recibido un talento espe­cial; piensan que a todos les pasa lo mismo que a ellos; hasta que un día, hablando con otros acerca de la ora­ción, caen en la cuenta de que han recibido ese don es­pecial. O quizá leen escritos de algunos místicos y ven en ellos reflejada su propia manera de orar y ven que la califica de gracia especial. Generalmente, a partir de ese momento dejan de hablar de esa especial disposi­ción suya y lo guardan en secreto. Eso sí: empiezan a buscar un guía que sea capaz de conducirles por ese camino. Pero, ¿quién podrá guiarles? Con frecuencia la situación les hace pasarlo mal, pues quizá no en­cuentran comprensión y se pretende apartarles de ese camino que, por lo demás, les fue dado sin que ellos pudieran elegir.

La mayoría de las personas no poseen, de entrada, esa gracia especial para la oración. Si a pesar de ello intentan orar de aquel modo especial, por haber oído que es más perfecto, pronto se verán envueltas en difi­cultades; en cualquier momento pueden sentirse deses­peradas y abandonar para siempre todo ulterior inten­to de penetrar en ese camino.

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En la espiritualidad cristiana se suele comenzar con una forma de meditar que consciente y voluntaria­mente se vale de la razón y de la imaginación. Por ejemplo: se recuerda una palabra o un acontecimiento del Evangelio y se reflexiona sobre él. Puede uno re­presentarse en la imaginación el desarrollo de los he­chos. Pueden formularse preguntas como éstas: ¿Cuál es el sentido profundo de esta palabra? ¿Por qué fue pronunciada? ¿A quién iba dirigida? Mediante estos métodos, uno se va percatando del significado profun­do de las palabras y de los hechos que se nos han reve­lado y transmitido. Esto puede ser de gran valor para la vida religiosa y para los comportamientos éticos. Este tipo de meditación es muy importante para el cristiano, ya que para él el Evangelio es el verdadero camino para el hombre. Ser cristiano significa confor­mar la propia vida a las enseñanzas y al ejemplo de Cristo.

Pero hay también otras formas de que intervengan en la meditación la razón y la voluntad. Cabe también imaginarse, por ejemplo, la presencia de Dios en el propio corazón, tratando de tomar conciencia progre­siva de esta realidad. También en este caso interviene activamente el pensamiento. Se procede de una forma consciente y voluntaria. Otra posibilidad se presenta cuando, leyendo el Evangelio, llama la atención algu­na palabra que nos resuena de un modo especial. Nos da la impresión de que nos habla de un modo muy personal. Cuando nos ocurre esto, dejamos simple­mente que resuene en nosotros y que nos vaya empa­pando. Como consecuencia, el entendimiento parece esclarecerse, se entienden mejor algunas cuestiones, se aclaran otras; y nos sentimos impulsados a actuar en consecuencia, empezando a hacer unas cosas y dejan-

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do de hacer otras. Casi sin esfuerzo llegamos a tomar ciertas decisiones, pidiendo a Dios su luz y su fuerza.

Estos modos de meditar se llaman objetivos por­que tienen un objeto sobre el que se reflexiona y al que se apunta consciente y voluntariamente. Es la persona misma quien marca la dirección. Adopta una actitud activa y no meramente pasiva.

En el amplio mundo cristiano existen muchas for­mas de este tipo de meditación y una amplia bibliogra­fía al respecto. Como no todos los cristianos poseen conocimientos amplios de la Sagrada Escritura, los li­bros de meditación suelen aportar explicaciones e indi­caciones para facilitar la meditación de determinados pasajes bíblicos.

En este tipo de meditación cobra especial impor­tancia su preparación. Se aconseja que de víspera se reflexione sobre el tema de la meditación de la mañana siguiente, leyendo con atención el texto y haciendo una composición de lugar. De esta manera, a la maña­na siguiente resulta más fácil mantener a distancia pensamientos y preocupaciones perturbadores que, de otro modo, podrían aparecer nada más despertar y podrían convertirse luego en estorbo durante la medi­tación.

No hay duda de que es bueno practicar este tipo de meditación. Y es conveniente que todo aquel que quiera ser cristiano de verdad le dedique, a ser posible, un rato todos los días. Quien lo haga no tardará en constatar sus efectos beneficiosos. Esto es fácilmente comprensible y la experiencia secular lo corrobora de continuo. Para el hombre occidental ha sido muy con­veniente, al menos hasta ahora, atenerse a esta forma de meditar en los comienzos de su vida interior.Este modo de meditar, para el que S. Ignacio de Loyola da

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indicaciones detalladas en sus Ejercicios Espirituales, se ha impuesto no sólo en la Orden que él fundó, sino también más allá de sus fronteras, en todos los pue­blos cristianos e incluso entre los cristianos de países no-cristianos. Durante siglos ha sido la forma de medi­tación predominante y todavía se sigue practicando mucho en la actualidad. Pero desgraciadamente mu­chas veces no se ha pasado de la superficie, por decirlo suavemente, de este llamado «método ignaciano»; por este motivo, cuando ahora percibimos que estamos en los comienzos de una nueva era, hay muchas gentes que rechazan este método. S. Ignacio fue un místico; la superficialidad con que se han transmitido y acogi­do sus indicaciones para la meditación, que él expone a menudo de una forma lapidaria y breve, contrastan profundamente con la hondura mística del Santo que late, escondida, en sus Ejercicios. (Más detalles sobre este punto, véanse en H. M. Enomiya-Lassalle: Zen-Buddhismus, Kóln, 318-29).

Quien se dedique a esta u otras formas de medita­ción objetiva podrá adquirir conocimientos más y más profundos, sentirse hondamente consolado, experi­mentar aumento de fe, esperanza y amor.

Pero no siempre sucede esto. A veces sufrirá dis­tracciones de pensamientos perturbadores durante casi todo el tiempo de su meditación. O experimentará una gran sequedad y el tiempo se le hará tan largo que sentirá la tentación de dejar la meditación antes de que se cumpla el tiempo que se había propuesto. También Santa Teresa de Jesús experimentó esto durante años. Se cuenta, incluso, que un día tomó el reloj de arena que tenía a su lado y lo sacudió con fuerza para que el tiempo pasara más aprisa.

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A pesar de todo esto, este tipo de meditación su­pondrá un constante enriquecimiento, durante cierto tiempo, para todo aquel que se sienta atraído por él porque el sistema se le acomoda; y si lo practica con regularidad. Pero seguramente son muy pocas las per­sonas en las que las cosas puedan seguir así indefini­damente. La mayoría experimentará que, al cabo de algún tiempo, los beneficios que hasta entonces le pro­ducía ese tipo de meditación van disminuyendo hasta llegar a desaparecer del todo, a pesar de sus esfuerzos y de su buena voluntad.

A esta dificultad general, habrá que añadir que como consecuencia de la fuerte actividad de la vida actual, se va acumulando bastante cansancio que aflo­ra precisamente en la tranquilidad de la meditación. Surge entonces, espontáneamente, la duda: ¿Tiene sentido estar desperdiciando este tiempo tan valioso que posiblemente se podría emplear mucho mejor sir­viendo al prójimo? Sería sin duda un error ceder ante esta tentación. También sería equivocado sacar la conclusión de que el camino seguido hasta entonces había sido desacertado desde el primer momento. Se­guirá siendo verdad que este tipo de meditación, reali­zada consciente y voluntariamente, haciendo interve­nir al entendimiento y a la imaginación, nos aportó du­rante mucho tiempo un alimento espiritual de gran va­lor. Durante aquel tiempo se fueron aclarando muchas cosas y se recibieron impulsos muy valiosos que habrá que agradecer toda la vida. Penetrar más y más a fon­do en el conocimiento de la Sagrada Escritura no sólo es deseable, prescindiendo ya de la cuestión de la me­ditación, sino de todo punto necesario, de tal manera que si no se hace en y a través de la meditación, debe-

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rá hacerse y continuarse por otros procedimientos como pueden ser la lectura y el estudio.

Pero ni la lectura ni el estudio pueden suplir la me­ditación. Hemos de aclarar esta cuestión. ¿Dónde ter­mina la lectura y dónde comienza la meditación? La respuesta inmediata que se suele dar a esta pregunta es que lo uno lleva a lo otro, de tal forma que no puede delimitarse claramente la frontera entre ambas cosas. Es verdad que pueden unirse haciendo de vez en cuan­do un alto en la lectura para reflexionar sobre lo leído y meditarlo. Si para superar las dificultades de que an­tes hablábamos, decide uno dedicar su tiempo diario de meditación a leer y pararse a reflexionar y, según se sienta movido desde dentro, a entrar en diálogo con Dios, no hay duda de que está haciendo algo bueno y provechoso. Pero le ronda el peligro de estancarse en eso y de estar cerrándose a sí mismo el camino hacia una meditación más profunda. LJegará un momento en que uno tendrá que decirse: leo demasiado y estoy aplastando lo mejor que hay en mí mismo. Entendere­mos esto mejor a lo largo de las explicaciones que si­guen.

La meditación no debe pararse en la superficie, sino que debe ir al fondo. Y esto no sólo por lo que se refiere al objeto, sino también en cuanto atañe al mis­mo sujeto que medita. Hay que captar el objeto en su misma esencia; y el que medita no sólo debe captarlo por medio del entendimiento, sino que debe incorpo­rárselo plenamente desde y en el fondo de su alma. Pero esto no es posible lograrlo por la vía exclusiva de la reflexión; ella sola obstaculiza incluso esa operación cuando interviene demasiado.

La oración tiene sus grados, que tienen verifica­ción también en la meditación cristiana. No se trata de

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grados o etapas inventados a capricho, sino que co­rresponden «al estado interior del que ora y a su creci­miento espiritual progresivo». «Tales grados son la oración vocal leída; la oración llevada a cabo con atención; la oración hecha con el entendimiento; con el corazón; y por fin la oración que actúa por sí mis­ma, contemplativa, puramente espiritual, que conduce al éxtasis más allá de nuestra conciencia» (Selavry, Herzensgebet, Ulm, 25). Expresándolo más detallada­mente: 1: La oración pronunciada sólo con la boca. 2: La oración comprendida con el entendimiento y reali­zada conscientemente desde el principio hasta el fin. 3: La oración que entra en el corazón y es acogida por el sentimiento; aquí ya coopera la gracia. 4: La oración que nace del corazón, que se continúa en él y culmina en el éxtasis. Estos grados o etapas no se pueden in­vertir porque se basan en la misma naturaleza huma­na. La cuarta etapa a que hemos aludido está íntima­mente relacionada con la oración de Jesús tal como se practica en la Iglesia Oriental desde hace más de un milenio.

Como se ve al considerar estas etapas, la oración progresa en un movimiento que va de fuera adentro y simultáneamente pasa de una actitud activa a una ac­titud cada vez más pasiva. Al principio la persona ac­túa casi por completo y ella sola; al final se mantiene receptiva, pasiva, parcial o totalmente. Sólo así se hace posible la oración ininterrumpida, como sucede en la etapa final de la oración de Jesús.

De lo que llevamos dicho, fácilmente se deducirá que las dificultades que con el correr del tiempo se van presentando, no sólo no son impedimento para el ver­dadero avance en la oración, sino que incluso son ne­cesarias; sería, por lo tanto, una equivocación intentar

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soslayarlas entreteniéndose con lecturas durante la meditación. Los maestros espirituales suelen decir que los consuelos que al principio se experimentan durante la meditación no son resultado del propio esfuerzo, sino don gratuito que Dios da al hombre para animar­lo en su esfuerzo por orar y meditar. Y que cuando al cabo de cierto tiempo desaparecen, es para que el hombre caiga en la cuenta de que no se deben a su propio esfuerzo y así no caiga en el orgullo, que es el mayor obstáculo en el camino hacia Dios. Esta expli­cación es, al menos, un poco unilateral. También des­de el campo de la psicología se pueden aportar datos explicativos. Sea como sea, antes o después se llega a un límite en que aquellas reflexiones del principio,, por muy bellas y santas que sean, dejan de hacer mella en el espíritu.

También se equivocaría, sin embargo, quien de lo dicho concluyera que se debe desear la sequedad en la meditación. Este deseo podría estar motivado por un orgullo oculto: por la satisfacción de creerse mucho más adelantado que los «principiantes». Es posible, y a veces ocurre efectivamente, que a un principiante o in­cluso a alguien que ni siquiera se le pasó por la cabeza la idea de meditar y que quizá lleva una vida poco ín­tegra, le alcance una luz mística que le ilumine como un relámpago fugaz. Dios no está atado a grados ni a etapas. Pero los hombres sí debemos tenerlas en cuen­ta. Aun cuando sobrevenga una de esas gracias repen­tinas, es indispensable que la persona agraciada vaya cubriendo posteriormente las etapas precedentes, si quiere que ese rayo de gracia redunde verdaderamente en algún provecho. Así actuó Saulo después de que le tocara la luz divina en el camino de Damasco: fue a la ciudad, se hizo bautizar y empezó a predicar a Cristo;

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pero en seguida empezó a ser perseguido y, al verse obligado a abandonar la ciudad, se retiró durante dos años al desierto de Arabia; fue convirtiéndose paulati­namente en S. Pablo.

S. Juan de la Cruz dice que mientras se encuentre consuelo meditando en la forma como suele hacerse el principio, es indicio de que Dios quiere dispensar su gracia por este camino y por tanto no debe cambiarse antes de tiempo.

Hay que evitar los dos extremos: tratar de seguir indefinidamente en el modo de meditar de los comien­zos, el que hemos denominado objetivo; y también tra­tar de abandonarlo demasiado pronto. Pero entre los dos extremos existe una amplia zona de transición. Vamos a hablar enseguida de ello porque es de capital importancia para comprender, y más todavía para practicar, la meditación cristiana. En la espiritualidad cristiana se ha insistido siempre en que durante la me­ditación no hay que detenerse en una actividad pre-ponderantemente razonadora.

Anteriormente nos hemos referido a algunas for­mas de meditación cristiana que, ya desde el principio, apenas dan espacio a la reflexión, sino que procuran, por ejemplo, tomar conciencia de la presencia de Dios en el propio corazón. Al hacerlo, tratan de dejar atrás progresivamente la actividad mental para que en su lu­gar intervengan más la voluntad y los afectos: se pasa al diálogo con Dios, siempre que es posible, sin forzar demasiado. Sucede como con el fuego; cuando está bien encendido y deja de echar humo, hay que dejar reposar la brasa y no echar más leña. La leña simboli­za las reflexiones del entendimiento sobre los conteni­dos de la meditación; eran necesarias para entrar en materia. La brasa del fuego ardiente simboliza la aten-

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ción amorosa del alma ante Dios, que en momentos determinados puede tomar la forma de diálogo; puede darse, entonces, una gran penetración hasta llegar muy al fondo del alma: conviene permanecer allí del modo más silencioso posible. Pero de momento esto ocurrirá nada más de vez en cuando y por breves mo­mentos. A este modo de meditación, a diferencia del realizado mediante el entendimiento, se le suele llamar afectivo. La meditación pasa, de este modo, a ser ora­ción en sentido estricto y a veces se convierte toda ella en diálogo con Dios.

En este caso, la meditación se ha simplificado con­siderablemente y la actividad mental ha cedido en gran parte. En el diálogo, con todo, la actividad de la voluntad, configurada aquí como movimientos o afec­tos, es todavía múltiple y diferenciada. Según la doctri­na de los maestros cristianos de vida espiritual, debe realizarse, todavía, otra simplificación, mediante la cual la actividad de la voluntad se convierta en un úni­co y prolongado afecto; dicho de otro modo: en una simple mirada puesta en Dios, o en un reposo en la presencia de Dios, durante el cual uno no se siente de ningún modo frustrado o aburrido, sino que, por el contrario, se siente feliz y pleno. En la espiritualidad cristiana este tipo de oración recibe nombres como «oración de recogimiento» u «oración de silencio». Es­tos modos de meditar sulen ser considerados como etapas inmediatamente anteriores a la oración mística y frutos de una gracia especial. Por este motivo, cuan­do se constata su existencia, se puede deducir, en ge­neral, que la persona está llamada a la oración mística y que podrá acceder a ella si en su vida religiosa se comporta adecuadamente. No es claro que se deba su­poner que para estas formas de oración premísticas

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haga falta, en cualquier caso, una gracia especial, ex­traordinaria. Esta cuestión no reviste especial impor­tancia, dada la finalidad práctica que aquí pretende­mos.

Sí es importante, en cambio, aclarar la diferencia entre la meditación que nosotros hemos llamado obje­tiva y la que denominábamos oración de recogimiento o de silencio. Ciertamente la transición es paulatina, pero, cuando se ha producido, las diferencias son inne­gables.

En el primer caso, se trata siempre de una medita­ción que en principio y fundamentalmente tiene las si­guientes características: 1. La puede realizar, salvo al­gunas excepciones, todo aquel que se lo proponga. 2. Es, ante todo, activa y depende del libre albedrío del hombre. 3. Se realiza mediante la actuación consciente y diferenciada de las potencias del alma: memoria, en­tendimiento y voluntad y, cuando hace falta, se vale de la imaginación. 4. Tiene un objeto concreto para el en­tendimiento o para la voluntad, o para ambos. 5. Este objeto se aporta desde fuera, sea un objeto sensible, sea un pensamiento, como por ejemplo una Palabra de la Sagrada Escritura. 6. Consecuentemente, se da en ella la tensión sujeto-objeto. En conjunto, pone en marcha un tipo de actividad sensitivo-espiritual que es perfectamente connatural al hombre como ser sensitivo-espiritual y que suele ser el mismo tipo de ac­tividad que aplica constantemente en su vida diaria, lo mismo que en cualquier otro trabajo científico.

Si comparamos esto con aquel tipo de actividad del espíritu humano que se realiza durante la oración de recogimiento o de silencio, apreciaremos diferen­cias relevantes: 1. Aun proponiéndoselo, no la puede realizar, sin más, cualquier persona. 2. Es una «activi-

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dad» fundamentamente pasiva, que no depende exclu­sivamente del libre albedrío del hombre. 3. No se hace mediante la actuación diferenciada de las potencias del alma, sino que éstas se encuentran más o menos «ata­das», mejor dicho, recogidas y unificadas. 4. En ella no hay objeto en el mismo sentido en que lo hay en el primer tipo de meditación, pues no se piensa ni se re­flexiona sobre nada en concreto. 5. El «objeto» no se aporta desde fuera. 6. En lugar de la tensión sujeto-ob­jeto, se da, en mayor o menor medida, una unidad o comunión con el «objeto», es decir, con lo que en la primera forma de meditar hacía de objeto.

En última instancia, en ambos casos está presente Dios. Esto es algo esencial en cualquier tipo de medi­tación cristiana. Pero mientras en la primera forma, Dios está presente a modo de objeto, en la segunda lo está como unificado con el sujeto. Cuando esa unidad llega a su actualización máxima, no se advierte ya di­ferencia entre Dios y el espíritu del hombre, como su­cede en el caso de la unión estática. (Por cierto: lo que hemos dicho de la primera forma se puede aplicar también a la liturgia y a la oración vocal privada).

Resumiendo: se puede decir que la primera forma transcurre, en cierto modo, en la superficie del espíritu, mientras que la segunda tiene lugar en el fondo del al­ma, en su hondón o más profundo centro. En el caso de la oración de recogimiento o silencio, los sentidos y las potencias del alma han vuelto a su origen y allí han quedado de alguna manera suspendidos, pues dejan de actuar de forma diferenciada y disociados unos de otros. En lugar de esto, brota ahora una fuente que mana desde el interior, directamente de Dios que mora en el fondo del alma. Es una idea que expresa repeti­das veces Juan Tauler: El primer modo de meditar se

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puede comparar a las cisternas que reciben el agua desde fuera, sea de las lluvias o del aporte humano que a ellas la conduce; el segundo modo es comparable al agua de manantial que brota directamente del monte. El agua de las cisternas es agua de depósito; con el tiempo llega a pudrirse; el agua de manantial es siem­pre pura y fresca. A quien haya probado el agua de manantial, no le gusta ya el agua de los depósitos. Tauler reprocha a las personas espirituales que, des­pués de muchos años de vida religiosa, siguen abaste­ciéndose de agua de cisternas, en lugar de extraer agua del fondo de su alma, de la que debería ya manar la fuente de aguas puras. Según él, ésta es la razón por la cual estas personas no llegan nunca a purificarse del todo de sus envidias y demás faltas de amor al próji­mo, a pesar de tantas oraciones vocales en las que em­plean muchas horas diarias; tantas que, según Tauler, no les dejan tiempo para entrar en el fondo de su pro­pia alma.

Comparando las dos formas de meditación, nos damos cuenta enseguida de que la primera de ellas, que normalmente y de acuerdo con la disposición na­tural del hombre suele practicarse al principio, no debe ser definitiva si realmente queremos que la meditación nos llegue a transformar profundamente. Es verdad que el cristiano, por los méritos de Cristo y por su li­bre conversión a Dios, ha recibido ya la gracia de ser verdaderamente hijo de Dios. Pero de momento no es más que un niño que tiene, todavía, que llegar a la me­dida del hombre adulto para convertirse plena y real­mente en aquello que significa ser hijo de Dios: otro Cristo. En este crecimiento la meditación juega un pa­pel extraordinariamente importante. Pero no puede lle­gar a desempeñar sus capacidades si no pasa de su

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fase objetiva, porque el hombre alcanza su transfor­mación desde su centro más profundo y por este moti­vo, antes o después, tendrá que sustituir la meditación objetiva por la transobjetiva, que acontece en el fondo del alma.

Este es el sentido en el que Tauler habla de «vuel­ta», de entrar en sí, de «volver a la morada primera», que debe llegar a producirse alguna vez si el hombre ha de llegar a ser realmente hombre cabal, hombre en plenitud. Es, por tanto, completamente congruente y responde a la economía de la salvación, que la forma de meditar inicial llegue con el tiempo a agotarse y a «secarse». Cuando se experimenta esto no hay que de­ducir que lo mejor es dejar la meditación y sustituirla por lecturas en las que se intercalen ratos de medita­ción. Por el contrario, es la señal de que ha llegado el momento de pasar a otro tipo de meditación más pro­funda: a aquel segundo modo que se realiza en el fon­do del alma. En sentido amplio, esto es la oración mís­tica.

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2. El camino directo a la meditación transobjetiva

Vamos a detenernos ahora, de manera especial, en aquella meditación más profunda a que antes nos refe­ríamos. Son muchos los libros existentes para introdu­cir en la oración, pero la mayoría de los autores se li­mitan al primer tipo de oración del que hemos tratado en el capítulo anterior. Algunos hablan también de esta meditación más profunda, en la línea de oración de recogimiento y de silencio, pero no indican caminos concretos para llegar a ella. Suelen aconsejar llevar con paciencia y constancia la sequedad que se presen­ta al cabo de un tiempo de practicar la primera forma de meditación, y esperar a que Dios quiera ayudar con su gracia a avanzar, ya que uno mismo nada puede aportar por sí mismo para llegar a esa oración más profunda. Más aún: añaden que quien intente meditar sin objeto, o pretenda llegar a un vacío total de con­ciencia, corre el peligro de sucumbir a peligrosas ilu­siones.

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En el pasado, y también actualmente aunque qui­zás en menor medida, muchas personas siguieron efec­tivamente estos consejos con gran fidelidad, mante­niéndose fieles a su costumbre de meditar hasta el final de su vida y avivando con gran paciencia la llama de la esperanza cuando experimentaban la sequedad. Con estos procedimientos, algunos llegaron a una ora­ción más profunda en su ancianidad. Pero los más, probablemente pasaron de la meditación a la lectura espiritual espaciada con intervalos meditativos, o in­cluso abandonaron por completo la meditación. El trabajo diario es tan excesivo y agobiante en nuestros tiempos, incluso para quienes han hecho profesión de vida religiosa o sacerdotal, que el tiempo es siempre insuficiente y aumenta la tentación de emplear para el trabajo los tiempos reservados para la meditación.

También ha habido siempre personas que de he­cho y desde el principio fueron parcial o completa­mente incapaces de practicar la meditación objetiva. Conviene distinguir dos grupos de personas: hay quie­nes por disposición natural o por gracia que recibieron siendo todavía muy jóvenes, están, como si dijéramos, llamados a la oración mística. Para este grupo no hay que buscar ninguna solución especial; necesitan sim­plemente una dirección espiritual adecuada a la gracia que han recibido.

Pero hay otros que no son de este tipo místico y tampoco se encuentran centrados en la meditación ob­jetiva tal y como suele practicarse, generalmente con gran provecho, por los principiantes. Quizá no les re­sulte del todo imposible, pero de hecho no les atrae en absoluto. De esto deducen que para ellos no tiene nin­gún sentido meditar. Resulta especialmente urgente enseñar a estas personas un camino que les lleve a la

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meditación transobjetiva; todavía lo necesitan más aquellos que, al menos durante algún tiempo, pueden practicar provechosamente la meditación objetiva. Este tipo de personas es el más abundante en Oriente; sobre todo se da entre quienes no han recibido in­flujos de la cultura occidental. Este tipo de personas era poco frecuente hasta ahora en Occidente; es algo que tiene que ver, naturalmente, con la fuerte raciona­lización de la cultura occidental; es posible que en la Edad Media también aquí fuera distinto; seguramente que esta tendencia data del s. XVI, que es cuando las ciencias naturales y la técnica empezaron a independi­zarse.

Pero en estos tiempos actuales es perceptible un cambio en la mentalidad occidental que está repercu­tiendo en la meditación. No sólo se puede constatar un nuevo movimiento hacia la mística, sino también un aumento del número de personas a las que no les va la meditación objetiva. Hay mucha gente a la que este tipo de meditación ya no les dice nada, aun cuando sienten un gran deseo de meditar. Hoy se pone en en­tredicho la vigencia de aquel principio según el cual la meditación cristiana debería empezar siempre por la vía objetiva. Este cambio de experiencias y apreciacio­nes está relacionado, seguramente, con el hecho de que la humanidad está entrando en una nueva fase de su evolución.

En Occidente, el elemento racional ha llegado a predominar de tal manera en todos los ámbitos, inclu­so en el religioso, que se ha convertido en un obstáculo para la fe. Es como un cuchillo demasiado afilado, que ya no corta. Religión y fe no son ámbitos abordables exclusivamente desde la razón, como lo pueden ser las ciencias y la técnica. El hombre religioso de nuestros

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días ya no se siente convencido de la verdad de su fe por demostraciones racionales. Busca instintivamente una experiencia de fe.

A esta experiencia de fe y de Dios conduce, preci­samente, la meditación transobjetiva, o al menos es una óptima preparación para ella. En este sentido la meditación tiene una importancia capital para el «hombre nuevo». Esto lo corrobora la gran atracción que ejercen sobre el hombre de hoy los métodos de meditación orientales, como el Yoga y Zen, cosa que es evidente en los países occidentales. Y es que estos métodos no son racionales, sino que apuntan a la ex­periencia religiosa. De forma consciente o inconscien­te, el hombre occidental busca, a pesar de todo, lo Ul­timo y únicamente Válido, que no puede ser sino Dios. En la misma Catequesis debería incluirse ya un apar­tado sobre la experiencia de Dios y otro sobre la medi­tación. Mientras esto no ocurra, es señal de que no se tiene en cuenta la manera de ser específica del hombre nuevo y, por tanto, difícilmente se le va a hacer justi­cia. En resumen: quien quiera llegar a ser cristiano de verdad y quiera para ello practicar la meditación, tiene que llegar, antes o después, a practicar aquella medita­ción que tiene lugar en el fondo mismo del alma y no quedarse, simplemente, en aquella que acontece, por así decirlo, en la superficie del espíritu. La posibilidad de alcanzar esta meta sin el recurso a la meditación es, al menos, dudosa si tenemos en cuenta la situación re­ligiosa actual. En cualquier caso, la transformación de la persona que requiere el ser cristiano, es algo que ha de tocar el fondo del alma.

De ahí nuestra pregunta: ¿Cómo encontrar el ac­ceso a una meditación de este estilo? ¿De qué manera abrir camino a esta meditación? En el ámbito cristiano

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hace ya seis siglos que el libro titulado La Nube del No-Saber se propuso responder a estas preguntas. Su autor parece haber sido un monje cartujo inglés, cuyo nombre desconocemos. Sí nos consta que nos ha lega­do algunos otros escritos. Uno de ellos, que en rela­ción con La Nube del No-Saber nos parece especial­mente significativo, lleva por título Orientación Parti­cular. Está redactado en forma de diálogo y va contes­tando a algunas preguntas que pueden plantearse al practicar dicha meditación. Orientación Particular es de gran importancia para entender plenamente La Nu­be. Aunque La Nube del No-Saber data del s. XIV, lo esencial de lo que allí se expone sigue teniendo vigen­cia hoy en día. Aun cuando enseña un método de me­ditación plenamente cristiano, tiene un parecido sor­prendente con algunos métodos orientales. Vamos a entresacar los puntos esenciales y comentarlos breve­mente.

El libro pretende ser una introducción a la oración mística. Por eso el autor comienza advirtiendo en el prólogo que sólo lo lea o se recomiende leerlo a quien «por encima o más allá de las buenas obras de la vida activa haya resuelto seguir a Cristo... hasta las íntimas profundidades de la contemplación. Haz lo que pue­das por averiguar, primero, si eres de los que han sido fieles durante algún tiempo a las exigencias de la vida activa...» Afirma, además, que todo aquel que haya practicado por algún tiempo la meditación ordinaria y normal, puede aprender el modo que a continuación va a exponer, con tal de que cumpla las condiciones que acaba de indicar.

El término «nube» hace referencia a la zona que se encuentra entre Dios y el hombre y que este último debe atravesar para llegar hasta Dios, entendiendo

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esto en el sentido de llegar a tener una experiencia de Dios. Esto supone, en concreto, que el hombre ha de olvidar todo lo que sabe, incluso el saber referido a sí mismo. Por lo tanto, no debe reflexionar sobre las ver­dades de la fe, sobre las que antes meditaba quizás con gran consuelo y provecho espiritual. «Es completa­mente inútil pensar que puedes alimentar tu obra con­templativa considerando los atributos de Dios, su bon­dad o su dignidad; o pensando en nuestra Señora, los ángeles o los santos; o en las alegrías del cielo, por maravillosas que sean. Creo que este tipo de actividad ya no te sirve para nada...» (cap. 5). Por el contrario: «Rechaza el pensamiento y la experiencia de todas las cosas creadas; y de un modo especial aprende a olvi­darte de ti mismo, ya que todos tus conocimientos y experiencias dependen del conocimiento y sentimiento que tengas de tí mismo. Todo lo demás se olvida fácil­mente en comparación con lo que cuesta olvidarse de uno mismo. Comprueba si la experiencia no me da la razón. Mucho después de haberte olvidado con éxito de las criaturas y de sus obras, te darás cuenta de que sigue permaneciendo entre tú y Dios un conocimiento y sentimiento sutil de tu propio ser. Créeme, no serás perfecto en el amor hasta que no logres destruir tam­bién eso».

Dice el autor: «todo conocimiento». Por lo tanto, no sólo lo malo o lo que se opone a la meta del hom­bre, como son las malas inclinaciones y todo lo peca­minoso, sino absolutamente todo lo referido a las cria­turas, aun cuando sea bueno. Se podría sacar de estas consideraciones la impresión de menosprecio por la creación; esto no sería coherente con la concepción cristiana del mundo. Pero La Nube del No-Saber no trata realmente de este problema, sino que se refiere a

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lo que solemos denominar como vacío de la concien­cia o vaciamiento del espíritu. Por eso, al hablar de erradicación de todo conocimiento, se incluye también el pensamiento religioso en la medida en que es cono­cimiento conceptual o en cuanto se vale de imágenes de la fantasía tal y como las hacemos intervenir en la meditación objetiva. Hay que olvidarse, incluso, del conocimiento teórico de Dios. Aunque el autor, que vivió en otros tiempos, no habla propiamente del va­ciamiento de la conciencia, de hecho es de eso de lo que trata.

La primera condición previa para la aplicación de este método, que es el esfuerzo sincero por llegar a la pureza de corazón, vale para todos los tiempos. Cae­ría en temeridad quien pretendiera llegar a esta ora­ción más profunda o más elevada si, a la vez, no pro­curara librarse del pecado y de sus inclinaciones de­sordenadas. Estaría deseando acercarse a Dios, pero el pecado lo estaría alejando de El. Son dos movimien­tos opuestos que se contradicen mutuamente. Citando las palabras de un anciano maestro: no se puede co­mer a la vez con Dios y con el diablo a la misma mesa.

En cuanto al vaciamiento de la conciencia, la indi­cación que da La Nube se asemeja mucho a lo que proponen algunos métodos orientales, especialmente el Zen, a pesar de que en este último caso se rechaza todo objeto desde el comienzo y no se permite pasar antes por una etapa inicial de meditación objetiva. La razón básica es la misma en ambos casos: se persigue una forma de conocimiento superior. En contexto cris­tiano, esto se expresaría diciendo que el conocimiento tenido hasta entonces ha sido conceptual y limitado, mientras que Dios está más allá de cualquier concepto y de toda limitación. Ningún concepto humano es ca-

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paz de abarcar a Dios. Mientras comprendamos a Dios de forma conceptual, no se trata de Dios; ese Dios a quien nos imaginamos frente a nosotros a modo de un objeto, no es Dios, sino un ídolo. Por lo tanto, cuando intentemos acércanos a Dios por la vía de los conceptos, agarrados siempre al mundo limita­do de las criaturas, El mismo se nos escapará; es como si intentáramos apresar el aire con nuestras ma­nos.

Esto significa, en la práctica, que durante la medi­tación no debemos entretenernos en ningún pensa­miento, ni provocándolo nosotros, ni acogiéndolo si aparece en nuestra conciencia sin intervención volun­taria por nuestra parte. No debemos dar entrada a ningún pensamiento; lo mismo da que sea bueno que malo. Al hombre occidental le resulta especialmente difícil este no-pensar, ya que toda su cultura está pre-ponderantemente edificada sobre el pensar. Pero mien­tras el hombre siga pensando de una manera conscien­te y voluntaria, la otra fuerza que actúa en la medita­ción transobjetiva o que ha de despertar a través de ella, no puede entrar en juego.

El autor de La Nube sabía perfectamente que esto era difícil, aun cuando se tuvieran superadas todas las objeciones teóricas que pudieran surgir contra este tipo de actuación y aun esforzándose sinceramente por conseguirlo. Aconseja, por esto, elegir una palabra que pueda servir para repeler con ella cualquier pensa­miento que se quiera entrometer. Ante todo, esta pala­bra debe ser ser breve: por ejemplo «Dios» o «Amor» (en inglés ambas palabras son monosílabas). Pero no es imprescincible que tenga un contenido religioso; lo único importante es que sea breve. Será como un escu­do o como una jabalina con los que se puede repeler

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cualquier pensamiento. Este consejo del autor de La Nube no se identifica con lo que hace quien medita so­bre una palabra de la Sagrada Escritura. Tampoco es lo mismo que el mantra usado en algunas formas de meditación hindúes. Es distinto también del koan, que en el Zen cumple una finalidad bastante parecida.

Ya hemos hablado más arriba de la meditación so­bre una frase o palabra de la Sagrada Escritura; se trata de una palabra de contenido religioso que uno trata de entender mejor o empaparse de ella, aunque no se haga mediante análisis ni reflexiones, sino de un modo más intuitivo. El mantra se usa también de un modo diferente: se repite constantemente una palabra o un sonido (o ambas cosas a la vez); se la elige de acuerdo con el maestro y debe estar acomodada al ca­rácter de la persona que la va a usar; se la va dejando caer poco a poco en la profundidad del alma hasta que al final desaparece en ella. Es nada más un medio para penetrar en esa profundidad; cuando ha llegado allí, ha cumplido su papel. El caso del koan en el Zen es también distinto: se trata de un problema que hay que solucionar, pero que está planteado de tal forma que no admite una respuesta lógica. Como, a pesar de eso, hay que esforzarse por llegar a la solución, hay que ir excluyendo poco a poco todo pensamiento lógico para que pueda entrar en juego la capacidad intuitiva que actúa en la iluminación.

En los tres casos, por lo tanto, la persona se con­centra completamente en la palabra o en el problema. En el caso de La Nube, la palabra funciona como un arma que está siempre a punto para repeler inmediata­mente a cualquier enemigo que se aproxime. No tiene mayor importancia, por lo tanto, el contenido de la pa­labra.

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Respecto a los otros modos, hemos de decir, desde luego, que la meditación cristiana de la Palabra de Dios es de gran valor. Se encuentra a medio camino, más o menos, entre la meditación objetiva y la trans-objetiva y puede servir de paso de la una a la otra. La meditación mántrica, también llamada Meditación Trascendental, está muy extendida y muchos en Oc­cidente la estiman profundamente; es más fácil de practicar que la meditación Zen porque no requiere ninguna postura corporal difícil y porque tiene un ob­jeto en el mismo mantra.

El autor de La Nube es consciente de la gran difi­cultad que entraña mantener alejado todo pensamien­to. Dice que es tan dificil erradicar todo conocimiento y sentimiento de cualquier criatura, y en especial de sí mismo, que tal empresa supera la capacidad humana y sólo es posible con la ayuda de Dios. Si ya lo veía así aquel hombre de la Edad Media, época en la que se vi­vía de un modo más meditativo que el promedio de los hombres de hoy, para nosotros resultará todavía más difícil.

Hemos de buscar medios efectivos que nos posibi­liten superar las dificultades que nos cercan especial­mente en nuestros días. Conviene empezar pensando en medios que tengamos siempre a nuestro alcance; por ejemplo la postura corporal y la respiración. Es perfectamente coherente con la concepción cristiana del hombre hacer intervenir al cuerpo en servicio de la dimensión religiosa; así se ha hecho siempre en la li­turgia. El cuerpo es parte integrante del hombre, no menos que el espíritu, y deberá santificarse juntamente con él. Se ha producido hoy cierto cambio en la espiri­tualidad cristiana en lo referente a la relación cuerpo-espíritu. Mientras que, en épocas anteriores, el cuerpo

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fue considerado muchas veces como un obstáculo para la vida del espíritu, hoy en día se concibe a am­bos como una unidad; poco a poco va imponiéndose la convicciónde que, en realidad, es imposible separar el uno del otro.

En este punto viene a nuestro encuentro la oferta del Oriente. Debido seguramente a su visión del mun­do, a las religiones orientales les ha resultado más con­natural buscar y descubrir en las fuerzas naturales me­dios y caminos para superar esas dificultades. Sea como sea, es un hecho que, basándose en la experien­cia, supieron descubrir determinadas posturas corpo­rales y técnicas respiratorias que permiten al espíritu liberarse de los pensamientos.

Tanto el Yoga como el Zen dan preferencia a la llamada postura del loto; al hombre occidental le re­sulta difícil aprenderla; pero tampoco se trata de que tengamos que hacer ahora todo exactamente de la misma manera como se lleva practicando allí desde hace dos o tres milenios.

En cuanto a la manera de sentarse, lo más impor­tante es estar en el suelo, sobre un cojín de 5 ó 6 cms. de altura, dejando que las piernas se apoyen lo más posible en el mismo suelo; la columna vertebral, inclui­da la cabeza, se mantiene completamente erguida; las manos, descansando la una dentro de la otra, se man­tienen delante del cuerpo apoyadas en los muslos. Los ojos se dirigen, entreabiertos, hacia un punto, en el suelo, que dista aproximadamente un metro, pero no debe enfocarse propiamente ese punto; si se está sen­tado cerca de la pared, se mira hacia un punto a la al­tura correspondiente de la pared. No significa esto que haya que concentrarse en ese punto; en realidad, el ojo del espíritu se dirige hacia el centro del cuerpo: un

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punto ubicado por debajo del ombligo; los ojos no deben estar cerrados, pero tampoco deben andar vagando distraídos por el entorno.

De no menor importancia es la respiración, que en lo posible debe efectuarse con el diafragma; la espira­ción ha de ser algo más prolongada que la inspiración; ambas deben hacerse normalmente por la nariz. (Indi­caciones más detalladas para la meditación Zen se en­contrarán en mi libro: Zen, un camino hacia la propia identidad, Bilbao 1975).

En La Nube del No-Saber no se dan indicaciones sobre la postura corporal ni sobre la respiración. To­davía eran desconocidos, entonces, los métodos de las religiones orientales. El autor parece conocer la ora­ción de Jesús que, en cuanto a su técnica, es segura­mente de origen oriental y que ya se practicaba en Grecia, especialmente en el monte Athos, mucho an­tes de que fuera escrita La Nube. En el torbellino de la vida actual, en que se ve envuelta la humanidad cada vez más, resulta casi imposible llegar a cierto sosiego interior sin recurrir a aquellas ayudas naturales que hemos mencionado u otras parecidas, ya que no pode­mos aislarnos del frenesí de nuestro tiempo. Esto no quiere decir que necesariamente y por fuerza haya que recurrir a Yoga o Zen. Seguramente puede servir de idéntica ayuda el entrenamiento autógeno, aunque hasta ahora sólo se ha usado con fines terapéuticos. Cada uno tendrá que ver qué le conviene. Es un hecho que los métodos de meditación orientales atraen hoy a mucha gente en Occidente y que están suponiendo una gran ayuda para muchos. Muchos no ahorran esfuer­zo por viajar a Asia para ser instruidos allí por un maestro. Esperan encontrar una ayuda que no encon­traban en Occidente, sea porque no supieron encon-

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trarla o porque realmente no existía. Hay, además, en Occidente no pocos cristianos sinceros que han descu­bierto por experiencia propia que los métodos orienta­les pueden ser una ayuda eficaz para llegar a la ora­ción profunda y quizás hasta mística. Con todo, hoy por hoy, es mayor el número de quienes tienen miedo de aprender algo proveniente de las religiones no-cris­tianas. Baste referirnos aquí al Vaticano II, que de una forma clara se ha expresado en favor de la integración de los métodos de meditación no-cristianos en la espi­ritualidad cristiana (Decr. Sobre la Actividad Misione­ra, 18).

Pero volvamos de nuevo a La Nube del No-Saber. En el pasaje antes citado, en el cual se afirma que en esta «empresa» —quiere decir en el método de que está hablando— se saca muy poco o ningún provecho me­ditando sobre la bondad de Dios o sobre los Santos, el autor añade que mucho más le vale a uno «dejar que la mente descanse en la presencia de Dios, en su existen­cia simple y desnuda, y le ame y le alabe por lo que es en sí mismo» (cap. 5). Sería una equivocación concluir de estas palabras que se trata de reflexionar sobre la existencia de Dios al modo, por ejemplo, que lo hace la Teología. Esto significaría volver a la meditación objetiva e impediría penetrar progresivamente hasta el fondo del alma, como sucede si nos dedicamos a refle­xionar sobre cualquier otro objeto. El autor se refiere, por el contrario, a que hay que dirigirse a Dios de una manera que trascienda todo concepto: hacia su mismo Ser y no hacia «algo de o en» Dios, que no sería su existencia o Ser simple y desnudo.

En otro lugar, a esta actitud interior la llama «cie­go impulso del amor». Veremos más adelante lo que significa esta expresión. Amar a Dios verdaderamente

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y sólo por El mismo no es tarea nada fácil y, desde luego, es incomparablemente más difícil que reflexio­nar sobre Dios, aun cuando uno se proponga hacer esta reflexión con la inteligencia más aguda y pene­trante. Sólo es amor puro el que excluye cualquier otra motivación que no sea El mismo.

El autor pasa seguidamente a aclarar algunas otras cosas. Vuelve a subrayar su convicción de que el modo de meditación seguido en los comienzos es bue­no y santo, «tan valioso que todo el que desee avanzar sin haber meditado frecuentemente en sus propios pe­cados, en la pasión de Cristo, en la mansedumbre, bondad y dignidad de Dios, se extraviará y fracasará en su intento». Pero luego continúa: «Con todo, una persona que ha meditado largamente estas cosas ha de dejarlas atrás, bajo la nube del olvido, si es que quiere penetrar en la nube del no-saber que está entre él y su Dios» (cap. 7).

Por tanto, si se ha practicado durante cierto tiem­po, más o menos prolongado, cualquier tipo de medi­tación en que intervienen conscientemente el entendi­miento y la voluntad, se puede pasar al modo de que habla La Nube. Con mayor razón, si el primer modo ya no resulta posible, a pesar de que uno ponga todos los medios, y siempre que no sean ni el cansancio ni otros motivos exteriores la razón de la imposibilidad. Cuando sucede esto, hay que procurar meditar de otra manera, sea con el modo que enseña La Nube, sea de otra forma parecida, haciendo que dejen ya de interve­nir conscientemente el entendimiento y la voluntad.

En resumen, la nueva forma consiste en que al meditar hay que dejar de concentrarse en un objeto; ni hay que detenerse en ningún pensamiento de los que brotan espontáneamente, ni seguir reflexionando sobre

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él, sino que hay que pasar a enfrentarse, por así decir­lo, con la nada y empezar a dirigirse contemplativa­mente hacia la oscuridad total. Habrá personas a quie­nes les repela adoptar semejante actitud en la medita­ción por miedo a que esto se salga del ámbito estricto de la meditación cristiana. En este caso harán bien en consultar con alguna persona experimentada en la vida espiritual y particularmente experta en la oración. Si aun así no logran superar sus escrúpulos, no tienen por qué precipitar el asunto y, de momento, pueden contentarse con una meditación que, aunque sea obje­tiva, sea simple, como lo es por ejemplo la meditación de la Palabra de Dios tal y como anteriormente la he­mos explicado.

Al hacerlo así, en la mayoría de los casos, antes o después, se irá produciendo una situación de reposo, de silencio total, de vacío, de oscuridad o como la que­ramos llamar. Si se llega a ese estado por este camino, es conveniente seguir en él sin dar más vueltas a la co­sa. Lo demás se irá aclarando por sí mismo. En todo caso, no hay que perder nunca de vista que es necesa­rio atravesar la nube del no-saber, si hemos de llegar a una experiencia inmediata del Ser divino. Es preferible permanecer hasta el final de la vida en la nube del no-saber que no entrar jamás en ella.

Sobre esta cuestión también ha escrito mucho y muy bien S. Juan de la Cruz; aunque no siempre lo hace con estas mismas palabras, sus planteamientos de fondo coinciden con La Nube. Según él, se trata de atravesar la noche del espíritu. Anterior a esta noche es la noche del sentido, en la que se trata de la purifi­cación y ordenación de los apetitos y pasiones; es lo que en sentido más estricto se suele llamar ascética.

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Los sentidos no deben aniquilarse, pero sí subordinar­se al espíritu y a la meta última del hombre. Como ya hemos dicho antes, esto es condición indispensable en toda mística sana. Cuando esta condición falla, no se alcanza la meta deseada y se corre un grave peligro de autoengaño, incluso de bancarrota moral, llegando en estas personas a ser «las cosas últimas peores que las primeras». Casos como éstos los ha habido siempre, tanto en Oriente como en Occidente.

A pesar de todo esto, no queremos decir que sea de todo punto imposible una experiencia mística antes de haber pasado por la purificación. Aquí y allá se han dado casos de experiencias místicas profundas que, al menos en apariencia, no estaban en absoluto prepara­das, pero que cuando se produjeron cumplieron la fun­ción de despertar al hombre de su ceguera y tibieza habituales. Son como una llamada a la conversión ra­dical y a la entrega absoluta. Así sucedió con S. Pablo cuando le tocó el rayo de la luz en el camino de Da­masco. Muchas veces, en momentos semejantes, el hombre cae de pronto en la cuenta de que se trata de algo muy serio y costoso y que supone morir, en el sentido de la muerte mística. Otros no caen en la cuen­ta inmediatamente, sino que van dándose cuenta poco a poco. Pero siempre llega un momento en que tam­bién estos últimos perciben que sólo avanzarán en el camino emprendido si están dispuestos a atravesar esta muerte. Sólo Dios sabe cuántos de los que han percibido esta llamada, de una forma repentina o pau­latina, pero siempre clara, han correspondido genero­samente y cuántos se han echado atrás, resistiéndose hasta el final de su vida, aun cuando no pudieran aca­llar del todo la voz que resonaba en lo profundo de su corazón.

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S. Ignacio de Loyola dijo en cierta ocasión que «nadie sabe lo que Dios hará con él si responde a su gracia». Su palabra se verificó en él mismo. El Señor le tocó de forma repentina y él respondió. Así se convir­tió en un gran místico, aun cuando su vida hasta en­tonces no había sido la de un santo. Es verdad que na­die comete pecado grave por no responder a esta lla­mada, pero su negativa supone una gran pérdida para él y para la humanidad.

Casos como los de S. Pablo y S. Ignacio de Loyo­la son excepciones. Por regla general el hombre debe atravesar una serie de purificaciones para llegar a esa oración más profunda. Esto no significa que uno no deba esforzarse por llegar a esa colaboración de pro­fundidad hasta que no haya sido liberado totalmente de sus apetitos y tendencias desordenadas. Aun cuan­do haya avanzado mucho por este camino, deberá te­ner siempre presente su condición humana con la di­mensión sensitiva que le es inherente, cuidando de no dar pasos en falso. Por lo demás, puede ser consolador saber que este tipo de meditación por sí misma va pu­rificando progresivamente al hombre aunque él no se dé cuenta. Es una purificación pasiva, de la que habla también La Nube muy explícitamente y de la que tie­nen experiencia todos los místicos.

A fin de cuentas, cada uno debe averiguar por sí mismo el momento oportuno en que puede y debe pa­sar a la meditación no objetiva. Lo mejor es que lo consulte con un director espiritual experimentado, pues es difícil acertar tratándose de uno mismo; gene­ralmente resulta más fácil guiar a otros.

Hay que tener siempre en cuenta que no es fácil andar por este camino; así evitaremos que nos suceda como a aquel hombre del Evangelio que quiso cons-

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truir una torre sin haberse sentado antes a calcular sus posibilidades de llegar al final; se convirtió así en obje­to de burla de los demás porque se le terminó el dinero antes de concluir la obra. A este respecto queremos aducir una cita más de La Nube en que se habla clara­mente de las dificultades casi insuperables que entraña esta empresa. Dice que rebasa las fuerzas humanas li­berarse del simple y desnudo conocimiento y senti­miento de uno mismo, incluso después de haber logra­do desembarazarse de todo conocimiento y sentimien­to referido a las demás criaturas. El autor lo califica de «profundo dolor y tristeza», y dice: «Pues cuantas ve­ces quiere llegar a un conocimiento y sentimiento ver­daderos de Dios en pureza de espíritu —hasta el límite que es posible en esta vida— y siente luego que no pue­de —pues se da cuenta constantemente de que su co­nocer y sentir están como ocupados y llenos de una fé­tida y pestilente mancha de sí mismo—... casi se deses­pera por la tristeza que siente» (cap. 44).

Cuanto mayor es el esfuerzo, tanto más crece el ansia de llegar a Dios, es decir, de conseguir una expe­riencia de Dios de tal calidad que no pueda ser reem­plazada por ningún conocimiento teórico.

Hablando en el lenjuage de S. Juan de la Cruz, la oscuridad se va intensificando y parece como si se hi­ciera impenetrable. En esa misma medida va decre­ciendo, hasta llegar a desaparecer del todo, la esperan­za de llegar alguna vez a la meta, al lugar donde brilla la luz. Esta dolorosa experiencia parece ser, incluso, condición previa para que finalmente un día esa espe­ranza se vea colmada. Un dilema insoluble. En tal si­tuación, el hombre se encuentra totalmente remitido a la «contemplación oscura» de que habla S. Juan de la Cruz en este contexto. A pesar de todo, no hay que

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desanimarse; en la misma oscuridad ya está presente aquello que se busca, aunque, de momento, no se ten­ga todavía capacidad para percibirlo.

El autor de La Nube, refiriéndose a esta situación, habla del «ciego impulso del amor de Dios». Es ciego porque no ve nada. Pero de este impulso ciego dice que es la gran fuerza que actúa en este tipo de medita­ción y que no ha de faltar jamás: «La obra del amor no sólo cura las raíces del pecado, sino que fomenta la bondad práctica. Cuando es auténtica, verás que eres sensible a toda necesidad y que respondes con una ge­nerosidad desprovista de toda intención egoísta» (cap. 12). Podríamos decir que todo aquello que se opone a las virtudes, se derrite o se extirpa meditando.

Este tipo de meditación no se desarrolla en un mo­vimiento horizontal, sino que es toda ella sumersión en la profundidad. Es un camino de abismamiento que conducirá hasta el fondo mismo del alma, hasta su centro más profundo, allí donde ya no cabe hacer dife­renciaciones. Pero para poder llegar hasta allí, hay que remover todos los obstáculos que se interponen. Estos obstáculos son las pasiones desordenadas. Mientras el hombre esté atado, aunque sea a una sola tendencia desordenada, queda bloqueado el acceso. La medita­ción no tendrá, entonces, la función de reflexionar so­bre nada, por muy sublime que sea, sino la de remover los obstáculos que se interponen en el camino hacia el fondo del alma, haciendo desaparecer los focos de per­turbación. Aun en el caso de no llegar nunca a la luz anhelada, siempre se sale enormemente beneficiado de esta meditación; mucho más, por supuesto, que si nos hubiéramos detenido en la meditación objetiva o que si, desesperanzados, hubiéramos abandonado todo tipo de meditación.

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Pero hay todavía algo más que supone un consue­lo aún mayor: de vez en cuando, inesperadamente, uno se percata de conocimientos que emergen de la os­curidad cual relámpagos: «Entonces, quizá, pueda to­carte un rayo de su divina luz, que atravesará la nube del no-saber que está entre ti y El. Te permitirá vislum­bra algo de los secretos inefables» (cap. 26). Ahora bien, estos rayos de luz aparecen siempre cuando me­nos se espera y casi nunca cuando uno está tras ellos; porque cuando en la espera se persigue denodadamen­te algo, se obstruye el acceso. Muchos que lo han practicado dan testimonio de ello y confirman la exis­tencia de esos conocimientos que se presentan cuando uno sigue adelante con constancia y fidelidad.

Más detalladamente aún que La Nube, describe este camino Juan Tauler. Aquí vamos nada más a transcribir una cita de sus obras, remitiéndonos, por lo demás, al excelente libro de Weilner; El camino de conversión en Tauler. «El camino que ahora tiene ante sí este hombre es: saber y no saber. Entre lo uno y lo otro debe apuntar aguzando la vista como un cazador que enfoca con precisión su presa... En este desfilade­ro sumamente estrecho, se encuentran dos puntos que tiene que atravesar deslizándose justo por en medio de ellos: uno es el saber, otro el no-saber. Sin entregarse a ninguno de los dos, ha de pasar por medio de ellos con fe sencilla. El otro pasadizo está entre seguridad e in­seguridad; hay que atravesarlo con esperanza santa. El tercero está entre alegría del espíritu y aflicción de la naturaleza; hay que atravesarlo con serenidad equi­librada. Luego viene una gran confianza y un miedo exagerado; hay que atravesarlos con humildad... El hombre ha de andar con mucha atención en este cami­no que es sendero estrecho. El no-saber se refiere al

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fondo interior, porque, en cuanto al hombre exterior y sus potencias del alma, tiene que saber cómo está y qué hacer en cada situación. Pues es una vergüenza para el hombre que, sabiendo y conociendo estas co­sas, no se conozca a sí mismo... En lo uno y en lo otro se puede equivocar, en el saber y en el no-saber; lo pri­mero le puede enorgullecer, lo segundo espantar...».

Se trata, sin duda alguna, de un camino que exige un desprendimiento extraordinario; y es lógico que así sea si ha de conducir a meta tan alta. El hombre se en­cuentra completamente solo; no hay nadie a quien se pueda agarrar. No es extraño que este caminante soli­tario se pregunte, de vez en cuando, si realmente tiene sentido continuar por este camino. La mirada a la os­curidad, esta contemplación oscura, puede parecerle algo carente de sentido y provocarle la duda de si tal tipo de meditación sigue siendo cristiana, ya que no hay meditación cristiana sin Dios. ¿Qué decir de esto?

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3. El proceso de abismamiento

Para entender mejor la situación en que se encuen­tra entonces la persona, pueden ayudar algunas con­clusiones a las que ha llegado la psicología profunda y que en otros tiempos no eran conocidas. En este senti­do, son una gran aportación los dos libros de Cari Al-brecht, titulados Psicología de la Conciencia mística (citado en adelante Psicología) y El Conocimiento místico (citado Conocimiento).

El camino que conduce de la conciencia normal, de vigilia, al estado en que generalmente tienen lugar las experiencias místicas, se puede denominar «camino de abismamiento» o «proceso de abismamiento». Se­gún esto, vamos a llamar «estado de abismamiento» al estado final. En el mismo sentido hablaremos de «con­ciencia del proceso de abismamiento» y «conciencia del estado de abismamiento». Estas denominaciones tienen la ventaja de no presuponer una cosmovisión determinada del mundo y de no implicar juicio alguno de valor.

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Al estado de abismamiento le corresponde la «vi­sión interior» o «contemplación sin imágenes», tam­bién llamada «visión no imaginaria». Estas denomina­ciones valen no sólo para la mística cristiana, sino también para designar las experiencias correspondien­tes en las religiones no-cristianas, por ejemplo las de Yoga y Zen. Más adelante veremos qué quiere decirse con esto en concreto. En cualquier caso no se debe confundir la visión anterior con la introspección que se pone en marcha mediante la intervención de la volun­tad y que tiene lugar en el estado de consciencia nor­mal, en el estado de vigilia.

Al disponerse uno a entrar en el camino del abis­mamiento, después de una preparación remota consis­tente, por ejemplo, en ayuno y retiro, posiblemente se siente o se arrodille, o tome la posición de tumbado, procurando, de un modo u otro, llegar al reposo cor­poral. Intentará luego ponerse al abrigo de todo tipo de impresiones sensitivas y procurará sosegar su ima­ginación. Tratará de liberarse, en lo posible, de pensa­mientos que nada tienen que ver con su meditación. De momento, por lo tanto, todavía está activo, de for­ma' consciente y voluntaria. Pero esta actividad irá re­trocediendo poco a poco hasta desaparecer del todo, dejando paso al proceso de abismamiento.

Se pueden, pues, distinguir dos etapas en este pro­ceso de abismamiento. La primera es una experiencia inicial de conciencia propia y se caracteriza por el he­cho de que aún se dan perturbaciones provenientes tanto del mundo de los sentidos como del arsenal de la memoria. Para los procesos mentales vale lo siguiente: En la primera etapa del proceso de abismamiento nos encontramos con abundancia de procesos y conteni­dos de la conciencia que tienen el carácter de procesos

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mentales y que se experimentan como perturbaciones. La segunda etapa supone un estado de conciencia que, al menos en buena medida, está unificado. Han desa­parecido las experiencias perturbadoras. La actividad mental se ha ido sosegando en gran parte: ya no se producen asociaciones de ideas ni procesos discursi­vos. Se puede prescindir de ellos. (Psicología, 54-55).

En la meditación normal, tal y como comúnmente la entendemos, se dan procesos discursivos. Existen en ella un pensar y un querer. En el proceso de abisma­miento esto cambia, y más todavía en su etapa final, en el estado de abismamiento. Pero la meditación no se caracteriza únicamente por los procesos mentales. En el estado de abismamiento la meditación no consis­te, de ninguna manera, en un acto de concentración. En este estado, el pensar meditativo se da sin concien­cia de actividad y no contiene experiencias volunta­rias. A pesar de esto, el proceso meditativo tiene una estructura clara: se dirige hacia un objeto, pero lo hace de forma distinta que en el caso de la meditación objetiva. «La dirección del proceso de meditación, que transcurre según leyes propias, es dada, no elegida. En su fuero interno inmediato y a nivel de sentimiento, el yo da su consentimiento a este proceso de meditación» (Psicología, 57).

La visión interior, no imaginaria, «es una contem­plación en la oscuridad, pero no una contemplación de la oscuridad. Es una contemplación en la que nada se ve, pero no es una contemplación de la nada. En la os­curidad en y hacia la que se mira, y en el proceso de este no-ver, late siempre, simultáneamente, la presen­cia mística». (Conocimiento, 213). Concuerda esto con lo que dice S. Juan de la Cruz acerca de la «contem­plación oscura»: que en esta oscuridad se encuentra ya

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la luz divina, pero que el hombre no la puede ver toda­vía porque su entendimiento no está todavía suficien­temente purificado. Los mismos pensamientos encon­tramos en La Nube del No-Saber: «No te inquietes si tus facultades no pueden captar esta nada. Así debe ser en realidad, ya que la nada es tan sutil que los sen­tidos no pueden alcanzarla. No puede explicarse, tan sólo experimentarse. A los que acaban de encontrarla, les puede parecer muy oscura e inescrutable, pero en realidad están cegados más por el esplendor de su luz espiritual que por una oscuridad ordinaria», (cap. 68). Albrecht describe magistralmente esta situación: «Existe una discrepancia tremenda y fascinante entre la ausencia total de objeto para la vista y la certeza in­dudable de que en esta oscuridad inaccesible y velado­ra, hacia la que se dirige el hombre que contempla, se encuentra toda la plenitud de lo anhelado, que está verdadera y realmente presente allí. En esta tensión, apenas abarcable, de los dos polos de una misma ex­periencia, queda expresado el contenido nuclear y esencial de la contemplación mística sin imágenes» (Conocimiento, 207).

Se desprende claramente de lo dicho que Dios, a pesar de, o debido a que no se está pensando volunta­riamente en El, está presente en esta actitud meditativa profundamente cristiana; y con un alcance mucho más sublime que cuando lo tenemos presente en nues­tros pensamientos. Es natural y responde a la natura­leza sensitivo-espiritual del hombre que, al principio, tratemos de comprender a Dios como origen y fin últi­mo, mediante nuestro entendimiento objetivo, dirigien­do hacia El nuestros pensamientos y actos volunta­rios. Pero al hacerlo, no debemos olvidar que por este camino no podemos alcanzar a Dios en su Ser, ya que

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Dios está más allá de nuestros conceptos. Si queremos llegar hasta el Ser de Dios tenemos que penetrar en la oscuridad total. Sólo en esa oscuridad podremos, por así decirlo, tocar o contemplar a Dios, por lo menos en la medida en que es posible hacerlo en esta vida. En este sentido dice S. Gregorio de Nisa: «La palabra nos enseña que el conocimiento religioso, al principio, es una luz para el hombre a quien se le da... Pero luego, a medida que el espíritu avanza cada vez más y llega a un conocimiento más perfecto de la verdad, se da cuenta y ve, con una claridad tanto mayor cuanto más se introduce en la contemplación, que el Ser divino es invisible, que no se le puede ver. Por lo tanto, dejando atrás todo lo que se manifiesta, no sólo lo que captan los sentidos, sino también lo que cree ver la inteligen­cia, y penetrando cada vez más en lo profundo hasta abismarse mediante el esfuerzo espiritual en lo invisi­ble e incomprensible, es como «se ve a Dios». Pues en esto consiste el verdadero saber acerca de lo que se busca: ver y no-ver. La meta de esta búsqueda está más allá de todo saber, envuelta por todas partes como por una nube de incomprensibilidad...». Esta es la experiencia de Dios, que es tanto más anhelada por el hombre cuanto en mayor medida logra liberarse de todo lo que no es Dios.

Aun cuando todo esto es verdad, ya hemos dicho antes que existen experiencias de Dios que se dan, al parecer, sin ninguna preparación. Caben dos explica­ciones: O bien son fruto de la gracia, cosa que para Dios es posible en cualquier momento, ya que Dios, y sólo El, puede influir de una manera inmediata en el espíritu humano, o bien el espíritu humano, por deter­minadas circunstancias que concurren en aquel mo­mento, sí estaba, por ejemplo, preparado, influenciado

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por algún acontecimiento que le conmovió profunda­mente y le hizo olvidar todo lo demás en un instante. Así se explican las repentinas experiencias de ilumina­ción que cuentan famosos maestros de Zen. Aunque en estos casos hay que decir también que estos hom­bres habían estado ya muchos años practicando el za-zen cuando llegaron a tener estas experiencias. Estas experiencias místicas inesperadas han tenido como consecuencia, en muchas ocasiones, una conversión radical. En otros casos no se operó la conversión, pe­ro, aun así, la experiencia quedó grabada profunda­mente en la memoria, lo mismo que el lugar y el tiem­po exactos en que tuvo lugar; luego no se vuelve a re­petir, a pesar de que muchas veces hayan sentido una gran nostalgia recordándola.

La diferencia de las reacciones puede depender también, entre otras cosas, de la misma experiencia: de si en ella predominó el elemento personal o el aper-sonal; de si se vivió como un encuentro con Dios o como una experiencia del ser. Que la explicación acer­tada sea una o otra, depende de cada caso en particu­lar, y no tiene mayor importancia en relación con la práctica. En cualquier caso, es conveniente recordar dos axiomas, muchas veces aducidos en la espirituali­dad cristiana y que siguen siendo válidos hoy en día; el primero es: la gracia presupone la naturaleza; el se­gundo: la naturaleza no da saltos. De ellos deducimos, primero, que no se deben esperar intervenciones mila­grosas de Dios si uno previamente se ha dispensado de hacer todo cuanto tiene a su alcance con las propias fuerzas naturales; y segundo, que la naturaleza necesi­ta su tiempo para ir recorriendo las sucesivas etapas hasta que pueda acceder a algo extraordinario.

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También los grados de oración están íntimamente relacionados con la naturaleza humana. Incluso en los casos extraordinarios arriba mencionados sigue siendo verdad esto. Lo cual significa que en el caso de tales experiencias inesperadas, que aparente o efectivamen­te no estuvieron preparadas, habrá que ir cubriendo, posteriormente y poco a poco, aquellas etapas que se saltaron, si queremos que los frutos de aquellas expe­riencias extraordinarias se conviertan en bienes dura­deros. De lo contrario, irán quedándose en un bello re­cuerdo, pero el hombre no habrá quedado transforma­do por ellas; el mismo recuerdo irá desvaneciéndose con el tiempo.

Quien no haya tenido ya anteriormente una expe­riencia importante o iluminación de Dios y se encuen­tre marchando paso a paso por este camino costoso que S. Juan de la Cruz llama Subida al Monte Carme­lo, no debe preocuparse demasiado si le parece que no progresa como él se imaginaba. Su meditación será esa contemplación oscura, esa mirada en la oscuridad de que antes hablábamos. No repetiremos bastante que ahora todo depende de la constancia. Le sucede algo parecido a lo que le pasa al enfermo de pulmón, que tiene que hacer una larga cura de reposo para me­jorar: cura que no empieza a hacer efecto hasta que el enfermo no deja de pensar en que aquello acabe. Sólo cuando ha dejado de lado todas las preocupaciones, está realmente en el camino. Sin embargo, para la si­tuación del que medita, esta comparación resulta toda­vía inadecuada. Deberá tomarse en serio la Palabra del Evangelio: «Cuando hayáis hecho todo, debéis de­cir: siervos inútiles somos». Deberá leer, de vez en cuando, el capítulo once del segundo libro de la Imita­ción de Cristo, en el que se habla del escaso número de

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los que aman la cruz de Cristo: «Toda la vida de Cris­to fue cruz y martirio y tú sólo andas buscando tran­quilidad y alegría».

Cuando se ha alcanzado el estado de abismamien-to, pueden producirse distintas experiencias que, o bien provienen de la esfera del yo, o bien carecen de toda cualidad yo-ica, de modo que se perciben como algo totalmente-otro, como algo extraño a uno mismo. Al hacer esta diferenciación, se trata de distinguir en­tre lo «adveniente» como Absoluto, divino, y lo que no lo es; entre la experiencia propiamente mística y la que no lo es.

En el llamado discernimiento de'espíritus se trata de examinar si un determinado movimiento interior es bueno o malo, si hay que seguirlo o no. Este discerni­miento no resulta a veces nada fácil, pues un determi­nado impulso puede ser aparentemente bueno y no serlo en realidad. El discernimiento de espíritus es ne­cesario en cualquier etapa de la vida espiritual.

Por el contrario, la distinción entre la esfera del yo y la esfera de lo totalmente otro no resulta necesaria hasta que se ha alcanzado un estado de recogimiento profundo y de visión interior; o cuando se ha llegado a una experiencia aparentemente mística, fuera de ese estado. Quien quiera llegar a la unión mística, debe de­jar a un lado, en su meditación, todo aquello que pro­venga de la esfera del yo, independientemente de si es bueno o malo. Esta regla básica nos la recuerdan tan­to S. Juan de la Cruz como La Nube del No-Saber. Está también en vigor en el Zen y en éste se debe guar­dar desde el primer momento.

Detengámonos ahora un momento en los proble­mas que se presentan llegados a este punto. Tienen im­portancia no sólo teórica, sino también práctica. Exis-

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ten diversas formas de lo adveniente que, según Al-brecht, «son idénticas para cualquier contenido de lo adveniente, tanto si se trata de contenidos neuróticos como si son telepáticos o místicos» (Psicología, 163). Nombremos en primer lugar las formas visuales y au­ditivas, ambas conocidas en la espiritualidad cristiana y en las no-cristianas. Por ejemplo: se ven figuras de santos o se oyen voces, que pueden tener su origen lo mismo en la esfera del yo que en la de lo totalmente-otro. En este último caso, sin embargo, no se trata de una experiencia inmediata de lo Absoluto mismo, sino de un advenimiento que se ha operado por interven­ción mística y en el que está presente lo «Envolvente». (Este término usado por Albrecht no presupone cos-movisión determinada alguna del mundo. A lo «Envol­vente» corresponde, en el ámbito cristiano, lo Absolu­to, es decir, Dios). Desde luego, sólo vale hablar de in­tervención mística en el caso de una mística personal, que parte del supuesto de un Absoluto personal. Más adelante hablaremos de la diferencia entre experiencia personal y apersonal de lo Envolvente. No está claro, ni mucho menos, desde el primer momento, de qué es­fera procede lo adveniente en cada caso. El peligro de equivocarse resulta especialmente grande en estos dos ámbitos de lo visual y lo auditivo.

A la pregunta de cómo comportarse ante semejan­tes fenómenos, los autores cristianos responden de maneras diferentes. Coinciden en decir que no debe hacerse caso si resulta que pueden perjudicar al sujeto moralmente o de cualquier otro modo. El hecho de que se presente durante el transcurso de la meditación no es garantía alguna de su inocuidad. Cuando todos los indicios señalan que provienen del buen espíritu, la respuesta no es tan clara como se podría pensar. Tan-

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to los maestros de la oración de Jesús, como los maes­tros de Zen, indican que no se les debe hacer caso nunca, vengan de donde vengan; lo mismo da que su contenido sea bueno que malo. Lo mismo opina tam­bién S. Juan de la Cruz, que se basa en las siguientes razones: «de todas estas aprensiones y visiones imagi­nativas y de otras cualesquiera formas o especies, como ellas se ofrezcan debajo de forma o imagen o al­guna inteligencia particular, ahora son falsas... ahora se conozcan ser... de parte de Dios, el entendimiento no se ha de embarazar, ni cebar en ellas, ni las ha el alma de querer admitir, ni tener, para poder estar de­sasida, desnuda, pura y sencilla, sin algún modo y ma­nera, como se requiere para la unión. Y de esto la razón es, porque todas estas formas ya dichas, se pre­sentan siempre en su aparición... debajo de algunas maneras y modos limitados, y la Sabiduría de Dios, en quien se ha de unir el entendimiento, ningún modo ni manera tiene, ni cae debajo de límite alguno, ni de inte­ligencia distinta y particular, porque es totalmente pura y sencilla. Y como quiera que para juntarse dos extremos, cual es el alma y la divina Sabiduría, será necesario que venga a convenir en cierto medio de se­mejanza entre sí, de aquí es que también el alma ha de estar pura y sencilla, no limitada, ni atenida a inteli­gencia alguna particular, ni modificada con límite al­guno de forma, especie e imagen. Que pues Dios no cae debajo de imagen ni forma, ni cae debajo de inteli­gencia particular, tampoco el alma, para caer en Dios, ha de caer debajo de forma o inteligencia distinta». (Subida al Monte Carmelo II, c. XVI, 6-7).

Para el Budismo Zen se trata, en último término, de la iluminación o visión esencial, que también es una experiencia de lo Absoluto. Por lo tanto, la explicación

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de S. Juan de la Cruz puede aplicarse tal cual al Zen. Los mestros Zen de la actualidad consideran que to­dos estos fenómenos son imágenes que emergen del vacío y se oponen a la iluminación. Además, según la concepción budista, ni siquiera corresponde una reali­dad óntica a aquello que representan. A esto hay que añadir que para el budista nunca existe la posibilidad de visiones o locuciones auténticas, porque rechaza el carácter personal de lo Absoluto; los fenómenos indi­cados supondrían una persona que los realizara. En el Zen queda así zanjado el problema.

En el ámbito cristiano la cuestión se presenta de otro modo, pues se admite la existencia de un Dios personal y, por lo tanto, también la posibilidad de que el hombre pueda recibir en la oración un mensaje de parte de Dios; mensaje que el hombre no debe, natu­ralmente, ignorar si está convencido de que procede realmente de Dios.

Pero en la mayor parte de los casos tales fenóme­nos proceden de la esfera del yo. No habría que supo­ner, por tanto, demasiado aprisa que el mensaje en cuestión viene de Dios. Hay personas que, aun siendo normales en todo lo demás, oyen a menudo voces inte­riores. Si esto les intranquiliza, deberían acudir, en pri­mer lugar, a un neurólogo para que les hiciera un reco­nocimiento. Sólo cuando conste, dentro de lo que ca­be, que la causa no es una predisposición natural o una enfermedad, deberían consultar al director espiri­tual. Cuando se trata realmente de un mensaje, éste se repite y llega a quedar patente como tal. Además se debe advertir que no se debe molestar al prójimo sin necesidad. Nadie está obligado a dar crédito a revela­ciones particulares de otros, y menos todavía a actuar según ellas.

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Ahora bien, si se trata de percepciones interiores, como las que indica S. Juan de la Cruz, entonces pue­de uno, con toda tranquilidad y sin mayores preocupa­ciones, atenerse a las indicaciones arriba expuestas; pues aun en el caso de que provengan realmente de Dios, al comportarse uno de ese modo, la gracia que conllevan no se pierde, pues se transmite de una mane­ra tan inmediata que quien la recibe no puede perderla. Antes de poderla rechazar, ya se le ha dado participa­ción en ella.

Lo dicho hasta ahora se refiere a visiones y locu­ciones. Otra cosa distinta es cuando uno, en el fondo del alma, se siente íntimamente unificado con Dios y se le entrega. Si entonces brotan movimientos o pala­bras que no han sido provocados por la voluntad pro­pia, sino que nacen de un impulso interior, no hay que oponerse a ellos, sino seguir su impulso, porque enton­ces se verifica la palabra que dice: Ahora es Cristo mismo el que en vosotros pronuncia su Palabra, la Pa­labra de amor y confianza, al exclamar: ¡Padre queri­do! «Por cuanto sois hijos, envió Dios a vuestros cora­zones el Espíritu de su Hijo que clama:Abba, Padre!» (Gal 4,6).

Pero cuando no es éste el caso, no debe uno for­zarse para hablar con Dios, pensando que de lo con­trario está perdiendo el tiempo.

Para aclarar la situación desde el punto de vista psicológico, detengámonos en algunas reflexiones de la psicología profunda. «Mientras dura la conciencia propia del estado de abismamiento, el espacio de la conciencia está vacío de toda percepción sensitiva. A nivel de conciencia, los escasos residuos del mundo sentitivo sólo se presentan como reflejos superficiales, sin que sus efectos repercutan lo más mínimo en el

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acontecimiento global. La exclusión de mundo sensiti­vo y la falta total de relación con él, es una parte im­portante de lo que en el proceso de abismamiento, to­mado en su globalidad, experimentamos como desvin­culación de nuestro entorno» (Psicología, 19). Por lo tanto, no es que los sentidos no perciban nada en ab­soluto; que los ojos, por ejemplo, no vean nada a pe­sar de estar abiertos, sino que las percepciones sensiti­vas se paran, por así decirlo, en el umbral de la con­ciencia, de tal manera que en la conciencia reina una tranquilidad perfecta y que cualquier cosa que a pesar de todo llegara a penetrar, queda sin efecto. También dejan de percibirse como tales las impresiones sensiti­vas procedentes del propio cuerpo, por ejemplo el do­lor de piernas que en la postura del loto puede darse bastante, especialmente a los comienzos. «La percep­ción del dolor se desintegra, convirtiéndose en una simple sensación de dolor. De esta manera se le ha sustraído ya al dolor una buena parte de sus efectos; pero incluso la misma sensación de dolor pierde inten­sidad durante el proceso de abismamiento» (Psicolo­gía, 23). El dolor se percibe, a veces, como si fuera el dolor de otro; se va deslizando progresivamente a la periferia de la conciencia. Estos fenómenos son perfec­tamente conocidos por quienes practican la medita­ción Zen. Son un indicio de que se ha penetrado pro­fundamente en el proceso de abismamiento. En esta meditación, «la estructura sentimental de la globalidad vivencial va fortaleciéndose progresivamente en detri­mento de la estructura mental. Los sentimientos pene­tran cada vez en mayor medida el pensamiento, y la vivencia imaginativa va sustituyendo a la vivencia mental» (Psicología, 57). Por la vivencia imaginativa hay que entender tanto las imágenes propiamente di-

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chas, las «apariciones», como los fenómenos simbóli­cos. Sin embargo, este «trueque» hacia lo imaginativo no se da en todas las personas en la misma medida. Depende mucho de si la persona es de tipo mental o de tipo eidético. Muy probablemente depende también de las características del camino de abismamiento que se haya elegido: si se trata, por ejemplo, del entrenamien­to autógeno o del método Zen. En el primer caso se usan las imágenes; en el segundo se rechazan radical­mente.

«Durante el proceso de abismamiento se disuelve la «estructura» de la conciencia de vigilia. Esta desinte­gración de la conciencia de vigilia tiene también sus re­percusiones; y una de sus consecuencias es la transfor­mación de la conciencia de vigilia referida al yo. Con­lleva un ablandamiento, una disolución y un desmoro­namiento de la estructura del yo. Las expresiones mís­ticas como, por ejemplo, disolución del yo, vaciamien­to del yo, desvanecimiento del yo, pérdida del yo, de­saparición del yo, se basan, en parte, en este hecho». Dicho de forma positiva: «La nueva orientación de la conciencia que se da en el estado de abismamiento, re­presenta una configuración del nuevo modo de experi­mentar a que ha pasado el yo y que es ahora receptivo y pasivo». A pesar de todo esto, «no hay en la concien­cia propia del estado de abismamiento ningún fenóme­no que pueda ser considerado como una aniquilación del yo» (Psicología, 67).

De gran importancia es la constatación siguiente: «Estoy claramente consciente siempre que sé qué acti­vidades se están desarrollando en mí y cuando tengo claramente ante mí los contenidos que se me están presentando. En este sentido, la conciencia propia del proceso de abismamiento manifiesta el grado máximo

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de claridad. Todos los contenidos que abarca la con­ciencia, trátese de perturbaciones o de imágenes o pen­samientos que emergen... todo... se presenta indistinta­mente con la misma diáfana claridad» (Psicología, 71). Esto se debe a que las perturbaciones que ofusca­ban la vista han desaparecido totalmente o, al menos, en gran medida. Todo el que medita de esta forma sabe por experiencia que, en este estado, recuerda a veces situaciones que había olvidado hace tiempo y que seguramente, terminada la meditación, no puede volver a recordar.

Este hecho tiene una gran importancia para la va­loración de semejante estado de conciencia y contradi­ce de manera inequívoca la opinión, muy extendida, de que la persona se deslizaría hacia un estado de con­ciencia obtuso, indigno del hombre o sin sentido, cuando se detiene el pensamiento dirigido por el yo, tal y como se hace en los caminos del abismamiento. Ocurre, más bien, todo lo contrario: «Mientras que du­rante la conciencia de vigilia, la vivencia continuada, fluyente, transcurre en la penumbra y los actos concre­tos del yo acontecen en la claridad, la conciencia del estado de abismamiento se caracteriza, precisamente, por el hecho de que la violencia queda iluminada toda ella de modo diáfano y uniforme» (Psicología, 76). De ahí que, a veces, se denomine como enemigos del alma a los actos voluntarios del yo. Claro que en el caso de personas que todavía se encuentran al comienzo de este camino, existe el peligro de que puedan caer en un estado de amodorramiento. Los maestros Zen saben esto muy bien y vigilan tenazmente para que no suce­da o se corrija inmediatamente.

En cuanto al modo de sentir propio del proceso de abismamiento, queda por decir que en él todos los sen-

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timientos se van caracterizando progresivamente por su prolongada duración (cf. Psicología, 81). Se com­prende, pues, la indicación que hacíamos al explicar el paso de la meditación objetiva a la transobjetiva. Pri­mero había que parar la actividad mental para, luego, simplificar la actividad de la voluntad, en el sentido de no dedicarse a entretener muchos y variados afectos, sino manteniendo uno solo durante un espacio de tiempo prolongado. Esto sucede espontáneamente en el proceso de abismamiento al entrar los sentimientos en un movimiento retardado.

Aunque durante el proceso de abismamiento se detiene toda la actividad dirigida por el yo, pueden aflorar ciertas actitudes o situaciones de excitación del yo como, por ejemplo, arrepentimiento, culpabilidad o vergüenza. Hablando de un modo técnico, se trata, simplemente, de factores de perturbación todavía no eliminados. Han de superarse, si queremos que el pro­ceso de abismamiento siga adelante. Pero sería una so­lución pasajera hacerlo a base de narcotizantes, como drogas o similares. Para encontrar una solución defini­tiva, hay que atravesar y sufrir la situación; esto supo­ne un proceso muy doloroso, que es de sobra conoci­do en la vida de los místicos. Así se explica que los er­mitaños de los primeros siglos de la era cristiana dije­ran que había que atravesar un largo periodo de lágri­mas antes de llegar a la unión definitiva. Por otros me­dios es posible alcanzar una tranquilidad psico-fisica pasajera, pero jamás una curación definitiva. Un psi­quiatra muy experimentado dijo en cierta ocasión que en el psicoanálisis cada paso adelante había que sufrir­lo.

Hay algo, sin embargo, que parece contradecir la concepción cristiana de la meditación: «En el ámbito

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de la conciencia, propio del proceso de abismamiento, no encontramos ninguna experiencia del Tú. El que se está abismando queda abandonado a sí mismo. De esto concluimos: durante el proceso de abismamiento tiene lugar, progresivamente, un empobrecimiento de la «vivencia» (Psicología, 86).

Ahora bien: hay que tener en cuenta que esta des­cripción es meramente fenomenológica y basada en observaciones concretas de personas y que, por lo tan­to, el autor no puede extraer de ella afirmaciones me­tafísicas ni juicios de valor. Por otra parte, se trata, en la mayoría de los casos, de personas que se sometie­ron al análisis por motivos terapéuticos y no religio­sos. Además, no se refiere al final de ese camino que es el estado de abismamiento. Ciertamente hay que atravesar antes el estrato del «ello», a la vez que se va abandonando todo pensamiento, para alcanzar aquel estado que, por regla general, es condición previa para poder llegar a un encuentro más profundo con el Tú de Dios. En este sentido, se deduce, también a partir del análisis de la psicología profunda, la conveniencia de no entretenerse, durante el proceso de abismamien­to, en pensamientos sobre Dios de un modo objetivo, como es normal hacerlo en la oración vocal. Ya he­mos dicho anteriormente que, a pesar de esto, también durante el proceso de abismamiento puede darse ya desde lo profundo, es decir, por gracia, un auténtico encuentro con el Tú; y que de hecho esto sucede. También hemos hablado de la actitud que debe adop­tarse entonces.

De una manera esquemática, podemos represen­tarnos de la siguiente manera el cambio progresivo en la relación sujeto-objeto, que es de lo que aquí se trata: 1. En la conciencia de vigilia esta tensión existe nor-

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malmente. 2. En la primera fase del abismamiento, la persona se esfuerza todavía, en mayor o menor medi­da, de un modo objetivo. En la segunda fase permane­ce pasiva y la tensión desaparece, en mayor o menor grado. 3. En el estado de abismamiento, se da el vacío en claridad perfecta, viéndose en la visión interior cla­ramente un objeto que hasta entonces no era visible. 4. En el éxtasis, el estado de conciencia subsiguiente, la visión interior y con ella la tensión sujeto-objeto, que­da suspendida del todo. El yo no se percibe ya a sí mismo de modo inmediato.

Ahora bien, debemos tener siempre muy presente que una representación esquemática de un proceso como el del abismamiento nunca resulta perfectamen­te viable. Aparecen siempre numerosos matices y posi­bilidades imprevistas. El Espíritu sopla como, donde y cuando quiere. El supremo «arte» consiste en dejarse llevar siempre por El. Dios es el fin último de toda me­ditación y mística cristianas. Allí donde El se deja en­contrar, tanto si cabe en un esquema como si no, allí deberemos responder a su gracia con disponibilidad constante y humilde. Pero hablando en términos gene­rales cabe decir: «Durante el proceso de abismamiento tiene lugar un deslizamiento en el sentido de que, en primer lugar, los sentimientos dirigidos a objetos van retrocediendo ante los que están replegados en la esfe­ra del yo; y, en segundo lugar, de entre estos últimos, van prevaleciendo en la conciencia aquellos que supo­nen un enriquecimiento existencial y los que están en­focados hacia el futuro de un modo positivo» (Psico­logía, 89).

Lo que llevamos dicho hasta aquí coincide subs-tancialmente con lo que han dicho siempre los místi­cos cristianos. Así, por ejemplo, Ruysbroeck afirma

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que toda criatura lleva en sí una inclinación hacia su origen y que en él es donde encuentra su descanso. De un modo aún más claro lo podemos leer en Tauler: «Tanto si el hombre duerme como si está despierto; tanto si lo sabe como si no, lleva en sí una mirada ha­cia atrás, infinita y eterna, dirigida hacia Dios. Este fondo del alma, este hondón, está de tal manera enrai­zado dentro de la planta que ésta experimenta un eter­no estirar y empujar hacia sí misma». Por eso Tauler convoca constantemente a la «vuelta», a ese entrar en el fondo del alma, a volver a la morada primera.

Conviene comentar otro fenómeno que puede pre­sentarse durante el proceso de abismamiento: puede sobrevenir cierto miedo. «Durante la conciencia de vi­gilia, el miedo queda oculto, de alguna manera, bajo multitud de contenidos conscientes, de actos volunta­rios activos y concretos y de procesos discursivos. Durante el proceso de abismamiento, el miedo irrum­pe en la conciencia y se pueden producir, de esta ma­nera, perturbaciones muy graves» (Psicología, 93-94). Este miedo, angustia o desasogiego, puede tener dis­tintas causas. Puede provenir de una intranquilidad corporal, frecuente en mucha gente, o de preocupacio­nes y temores u otros sentimientos parecidos, que son como un eco de la conciencia de vigilia. O puede ser una forma de la excitación que se está liberando y que aflora desde lo profundo de la existencia. Tratándose de personas psíquicamente sanas, estas formas de de­sasosiego no serán, probablemente, frecuentes y, en muchos casos, no aparecerán nunca.

De todas formas, puede suceder que cuando el proceso de abismamiento esté ya bastante avanzado, surja cierto miedo ante lo que puede ocurrir si uno si­gue avanzando por este camino. Parece incluso que,

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cuando llega a cierto punto, esa situación se produce con cierta frecuencia. Pero no hay que detenerse por ese miedo, sino seguir adelante confiando en Dios. Eso si: hay que estar firmemente decididos a desprenderse de todo si ese despoj amiento nos fuera exigido. Sería una lástima quedarse parados en este punto; nos de­mostraría que ante decisiones de fondo nos echamos atrás. Por otra parte, ese miedo va cediendo en mu­chos casos hasta desaparecer del todo, mediante el simple hecho de avanzar sencilla y serenamente. Mu­chas veces aquello que tenemos no está tan cerca como parece.

Por todo ello, conviene distinguir entre miedo y miedo. Si se trata de una angustia patológica, será conveniente consultar con un experto en la materia. Si, por el contrario, el miedo no es otra cosa que falta de valor y de confianza en Dios, hay que afrontarlo. Mu­chas veces será éste un momento crucial y muy crítico para quien, hasta entonces, estuvo buscando lo mejor con gran sinceridad y empeñado afán. Ahora, un poco inesperadamente, se siente abocado a tomar una deci­sión clave: sí o no. Toda su vida interior depende aho­ra de la decisión que tome entre un asentimiento gene­roso y la claudicación pusilánime; es una situación muy parecida a la del joven rico del Evangelio; de él se dice que se fue muy entristecido.

Al hablar del estado de abismamiento y en rela­ción con él, hemos hecho frecuentes alusiones a la vi­sión interior; nos conviene ahora volver sobre ella para decir qué es. Ante todo, hay que repetir que la vi­sión interior está íntimamente ligada al estado de abis­mamiento. «Siempre que se da la conciencia propia del estado de abismamiento, hay que suponer, a la vez, la función de la visión interior como necesariamente rela-

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cionada con ella» (Psicología, 103). Se trata, pues, de una función que entra en actividad en los modos más profundos de oración y en las experiencias místicas. Es, por lo tanto, y según expresión de Hugo de S. Víc­tor, el ojo de la contemplación que quedó ciego a cau­sa del pecado y al que queremos devolver la vista.

Hay que dejar bien sentado que, si bien la visión interior es una forma de dirigirse hacia la interioridad, no es introspección, pues ésta última tiene lugar en el estado de conciencia de vigilia y mientras está activa la voluntad. La visión interior queda definida por las siguientes características: 1. Claridad extrema. 2. Va­ciamiento del espacio de la conciencia con ausencia de todo contenido y acto que no sea el objeto percibido por la visión interior y el propio proceso de ésta. 3. Movimiento retardado en la evolución de todos los procesos de la conciencia. 4. Pasividad total del yo. (cf. Psicología, 103).

La visión interior no es, por lo tanto, una percep­ción, y mucho menos una percepción ilusoria. Tampo­co es concentración. Como tampoco es concentración el proceso de abismamiento, sino que consiste en un proceso de recogimiento que, al ir avanzando constan­temente, conduce a la claridad total de la conciencia propia del estado de abismamiento y que, a la vez, lle­va a la visión interior. Tampoco hay que confundirla con la conciencia del sonámbulo, que carece de la cla­ridad propia de la visión interior. Se diferencia tam­bién, finalmente, de la conciencia hipnótica, por cuan­to ésta última únicamente nace y se estructura por me­dio de, y en relación con, el hipnotizador. Descender a más detalles en estas zonas fronterizas no resulta posi­ble; remitimos, con todo, a la literatura científica espe­cializada en el tema.

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Normalmente el camino de abismamiento lleva a la visión interior. Pero también sucede a veces que la visión interior se da sin tal preparación o, hablando con mayor propiedad, se presenta espontáneamente el estado de abismamiento que es condición previa para la visión interior. El proceso de abismamiento, por tanto, lleva al estado de abismamiento, y a éste le co­rresponde la visión interior como «función única de un yo que ya sólo experimenta pasivamente» (Psicología, 106). El estado de abismamiento es «un estado de con­ciencia que, de modo fenomenológicamente indepen­diente, se distingue con nitidez de las zonas colindan­tes. La conciencia del estado de abismamiento es pro­pia del ser humano; es un estado de conciencia sano y natural; unas veces se llega a él por un proceso de abismamiento y otras veces puede presentarse de modo espontáneo, sin tal proceso previo» (Psicología, 120).

Hasta ahora hemos hablado solamente del acceso psicológico al estado de abismamiento. Ahora bien: evidentemente el proceso de abismamiento es un acon­tecimiento anímico-corporal. Por lo tanto, existirán también accesos somáticos al estado de abismamiento o, mejor dicho, accesos psico-somáticos. Esta posibili­dad la están llevando a la práctica, desde hace varios milenios, las religiones orientales del Hinduísmo y del Budismo. Recientemente también se está ensayando en Occidente a través de métodos al estilo del entrena­miento autógeno.

Ya vimos en la primera parte de nuestra exposi­ción cómo las ayudas corporales se van convirtiendo en una necesidad para el hombre occidental. Teniendo en cuenta las relaciones intrínsecas existentes entre cuerpo y espíritu, como lo hemos ido viendo, resulta

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comprensible que haya que hacer uso también del ac­ceso somático, aunque sin separarlo del psíquico. En realidad resulta sorprendente que en Occidente apenas se haya hecho esto anteriormente y que sólo ahora, a través del conocimiento de la cultura oriental, se le empiece a prestar atención. Aun así, semejantes méto­dos, al principio, fueron rechazados por pejagianos e incompatibles con el Cristianismo. Actualmente mu­chos caen en el extremo opuesto, creyendo que el Bu­dismo es la respuesta y solución total al problema reli­gioso de Occidente. Siempre habrá, desde luego, ex­cepciones y en última instancia cada cual debe seguir el dictamen de su propia conciencia con toda respon­sabilidad. Pero, hablando en términos generales, Occi­dente no puede traicionar su cultura cristiana, dos ve­ces milenaria. Un alemán que se había hecho budista me preguntó una vez si me parecía posible un budismo occidental. No supe muy bien qué contestarle, pero aquel hombre me dispensó de la respuesta adelantán­dose a decirme que a él le parecía imposible.

Se impone una pregunta que se sitúa entre ambos extremismos: ¿Existen otros métodos más fáciles y más rápidos para llegar a la meta de alcanzar la con­ciencia del estado de abismamiento, aparte de los co­nocidos hasta la fecha en Oriente y Occidente? Las drogas, en las que cabría pensar en un lugar preferen-cial, ya las hemos mencionado antes, pero queremos volver sobre ellas en el contexto que nos ocupa, aun­que sólo sea brevemente. Algunas personas, sobre todo las que no tienen experiencia alguna ni de los lla­mados caminos de abismamiento, ni del uso de las drogas o fármacos parecidos, que por lo tanto sólo co­nocen la cuestión de oídas, se dejan llevar fácilmente a emitir un juicio rotundo, opinando que en ambos ca-

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sos los efectos son idénticos. Hay sin duda sentimien­tos o sensaciones que se dan, o se pueden dar, por la vía de los dos métodos. Pero más allá de este terreno, común en cierto modo, cuando se dan estos fenóme­nos la droga ha llegado a su término, a su cúspide, mientras que el camino de abismamiento, según lo he­mos descrito y tal como se actualiza en los últimos grados del samadhi y del zanmai, no ha llegado ni mu­cho menos al final con la aparición de esos fenómenos, sino que entonces está empezando nada más. ¿Quién se atrevería a afirmar que el estado de conciencia ori­ginado por el uso de drogas se caracteriza por una cla­ridad extrema, además de por otras características que son propias de la visión interior? Además, ¿ha podido demostrarse que alguna vez, y gracias al uso de la dro­ga, haya conseguido alguien mayor capacidad de ren­dimiento en su trabajo profesional, una vez salido del estado de embriaguez? La práctica del Zen, en cam­bio, aumenta la capacidad de concentración y desa­rrolla las facultades de tipo intuitivo. A esto se suman las repercusiones positivas en la vida religiosa, cues­tión en la que ahora no podemos detenernos. Las coin­cidencias entre ambos métodos seguramente existen tan sólo en el terreno de algunos fenómenos de tipo psico-somático. En los caminos de abismamiento a que nos estamos refiriendo se trata, en primer término, de un proceso espiritual, en el que los efectos psico-so-máticos no se valoran sino como meramente periféri­cos.

Es perfectamente posible que a una persona que no se las sabe arreglar consigo misma, le resulte de al­guna ayuda, en un momento dado, emplear medios químicos para salir unas horas del «fango» en que se ve hundida. En determinadas situaciones hasta puede

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ser aconsejable; desde luego siempre será mejor que desesperarse del todo y suicidarse. En este caso hay que tener muy presente que existen drogas que crean dependencia y otras que no la crean. Valerse de las primeras sería como arrojar los demonios en nombre de Belcebú, príncipe de los demonios, y terminar así por no encontrar alivio alguno.

Pero ¿no podrían las drogas ayudar a conseguir al principio un cierto avance?; ¿no podrían ser una ayu­da para despegar, después de lo cual se podría pasar ya a un camino de abismamiento auténtico, y no se podría así llegar antes a la meta? Esto es también una falacia. Del entramado de la cuestión, tal y como lo hemos ido exponiendo, cabe deducir que la actitud anímica es ya muy distinta desde el primer momento del camino de abismamiento. De ahí que el uso de dro­gas sería, incluso, un estorbo o impedimento para un verdadero avance en este camino. En cualquier caso, la relación entre este último y las drogas no es compa­rable con la existente, por ejemplo, entre el proceso de abismamiento y diversos ejercicios de relajación que se pueden hacer como preparación para la meditación.

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4. El estado de abismamiento

Hemos hablado ya repetidas veces del estado de abismamiento y de la visión interior que le va unida, aunque hasta ahora nuestra intención fundamental era hablar del proceso o camino de abismamiento. La ver­dad es que en estas cuestiones no cabe hacer distincio­nes tan tajantes. Sin embargo, vamos a hablar ahora más estrictamente del estado de abismamiento en cuanto tal.

De lo que hemos ido exponiendo anteriormente quizá se haya podido concluir ya que en el estado de abismamiento la conciencia no está todavía plenamen­te vacía. Efectivamente, así es. Por eso los maestros de Zen dicen que el «munen-muso», es decir, «sin concep­tos ni pensamientos», no consiste en que no aparezca absolutamente ningún pensamiento, sea del tipo que fuere, sino en que uno no les presta atención. Albrecht dice a este respecto: «Vaciamiento del espacio de la conciencia no significa, en el caso concreto de la con­ciencia del estado de abismamiento, que haya desapa­recido toda vivencia, sino que los procesos vivenciales puestos en marcha por actitudes secundarias son el ú-nico contenido de la conciencia y que, por lo tanto, pueden desarrollarse según su propia dinámica sin ser perturbados ni influenciados por ninguna otra viven-

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cia» (Psicología, 132). Se trata de que la visión interior pueda llevar a cabo su función, que consiste en que lo adveniente, tanto de la esfera del yo como de la esfera de io totalmente-otro, se convierte en el objeto de la vi­sión interior, bien sea al ser observado en su desarrollo totalmente autónomo, bien sea al ser contemplado como adveniente, (cf. Psicología, 132).

En este contexto hay que advertir también que existe una absolutización de la conciencia del estado de abismamiento, con ausencia de cualquier objeto en el sentido arriba descrito. El silencio, o la quietud va­cía, clara e inmóvil, puede convertirse en valor globali-zante y supremo al que el yo se entrega en contempla­ción de tal manera que, en su experiencia última, se su­merge y desaparece en él. Experiencias de este tipo se constatan en el quietismo y, hasta cierto punto, tam­bién en el Budismo. No vamos a entrar en la valora­ción de tales fenómenos. Sólo queremos indicar que no se deben identificar, sin más, las experiencias budistas con las del quietismo.

Por lo demás, la conciencia del estado de abisma­miento está abierta a que afloren imágenes y otros fenómenos de lo que hemos denominado «lo advenien­te». Ya hemos mencionado algunas formas del adve­nir. Vamos a referirnos ahora, brevemente, a una de ellas en particular porque tiene un interés especial. Es la forma de la intuición.

De repente se ve muy claro, se entiende una ver­dad o situación. Se trata, precisamente, de aquellos co­nocimientos o noticias de que habla, por ejemplo, La Nube del No-Saber y que se dan repentinamente aun antes de haber llegado a la unión mística. Suelen ad­quirirlos aquellos que practican la meditación transob-jetiva, ya que ésta favorece y desarrolla la facultad cognoscitiva de tipo intuitivo y simultáneamente, por ese método, va disponiendo al espíritu para recibir más fácilmente la luz divina.

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El silencio que reina durante el estado de abisma­miento, aunque no es una forma de advenir, tiene gran valor. «Cuando el silencio impera con su poder, se da una situación del yo-mismo en que éste, contemplán­dose a la luz de la conciencia del estado de abisma­miento, alcanza un alto grado de autorrealización, una liberación de ataduras pasadas, una "pausa creativa", un determinado comportamiento de la voluntad y de la actividad que se abandonan a un silencio creador». Esta situación «de momento, reviste una cualidad de "ello"... de la que no se tiene conciencia». Los maes­tros del Zen dicen que el propio zanmai no se conoce. Es «el claro-oscuro de un fenómeno que se encuentra en la frontera de la mística...» (Psicología, 192). Es la nube del no-saber que hay que atravesar. Este silencio y este no hacer nada no son, por lo tanto, pérdida de tiempo, ni mucho menos.

Otro modo de advenir, frecuente en esta etapa, tie­ne la forma de imágenes simbólicas que se perciben con gran claridad. (En cuanto a las demás formas, cf. Psicología, 156 ss; 181 ss y 245 ss).

El grado siguiente al que se puede llegar en el esta­do de abismamiento es la conciencia extática, a la que ya hemos aludido brevemente en otra ocasión. Implica la suspensión de la tensión sujeto-objeto, que durante la visión interior aún perduraba. Por lo tanto, la visión interior no es extática, sino que por el contrario queda pulverizada en el éxtasis al irrumpir el satori, que es experiencia de unidad. No es cuestión, por lo tanto, de entrar en trance para poder alcanzar la experiencia de la iluminación Zen, como a veces se piensa y se dice. Por el contrario: el que en el momento de la ilumina­ción se presente o pueda presentarse un estado extáti­co, no quiere decir sino que en la iluminación queda suspendida la tensión sujeto-objeto.

La conciencia extática es un fenómeno esencial­mente propio de la experiencia humana que no hay

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que identificar con la mística. Es verdad que existe también el éxtasis místico. Pero sabemos también de otras innumerables experiencias en que, en pleno esta­do de conciencia de vigilia, queda suspendida en bue­na medida la tensión sujeto-objeto. Nunca debemos calificar precipitadamente de mística cualquier situa­ción que aparentemente presente ciertos rasgos pareci­dos a los que se dan en una experiencia mística autén­tica.

Hemos intentado aclarar lo que sucede en las for­mas más profundas de meditación y de oración, con ayuda de la psicología profunda. Ciertamente nuestra exposición queda incompleta y tiene lagunas, pero tal vez pueda ayudar a superar ciertas reticencias y a sa­ber proceder con cuidado en los casos en que haga fal­ta. No hay duda de que los conocimientos que nos aporta la psicología profunda pueden ser de gran utili­dad en este terreno para todo aquel que se haya deci­dido a marchar por este camino y, muy especialmente, para todos los que tienen que guiar por él a otros. Por supuesto que no es asunto de la psicología profunda hacer la valoración religiosa de los fenómenos. Esta valoración depende, en una medida muy importante, de la meta del proceso de abismamiento. En la medida en que algo ayude o impida llegar a esa meta, se valo­rará positiva o negativamente. Por ejemplo: si uno quiere descubrir su yo verdadero, tendrá muy grabado en la conciencia que la idea del yo-mismo es un «valor fundamental» de su vida y que el encuentro con este arquetipo, en conciencia de estado de abismamiento, es para él una experiencia culmen (cf. Psicología, 201). Tiene aquí aplicación aquella regla para el discerni­miento de espíritus que dice: Todo aquello que intran­quiliza hay que valorarlo de modo negativo y lo que fomenta la paz del alma de modo positivo.

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5. La conciencia mística

Tratemos finalmente de la experiencia mística pro­piamente dicha. Es ahora cuando se impone definir claramente qué se quiere decir con «Envolvente»: «Un adveniente se llama Envolvente cuando se experimen­ta por la persona abismada como algo que proviene de una esfera totalmente otra, como Ser último sin más, que simultáneamente sigue siendo desconocido, en cuya unidad globalizante están relacionados todos los acontecimientos vivenciales, pasados, presentes y fu­turos, de un modo claro y evidente» (Psicología, 218). Se experimenta de tal forma que no cabe la menor duda de su presencia y, sin embargo, no se lo conoce en su forma propia. Y es que no posee ni forma ni mo­do, ya que esto implicaría limitación. Se vive bajo otra forma que no es la propia del Envolvente mismo, sino, por ejemplo, bajo la forma de la intuición.

Lo Envolvente, la Realidad última, lo Absoluto, puede experimentarse como personal o como aperso-nal. La existencia de ambas posibilidades consta por la experiencia. Sería injusto dudar, por principio, de la

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autenticidad de la experiencia del Ser en el sentido de lo Envolvente según se da en las religiones asiáticas; en el ámbito cristiano hoy ya no es corriente esa pos­tura de desconfianza. En la iluminación Zen, por ejemplo, se experimenta el Ser de un modo apersonal, mientras que en los místicos cristianos es personal.

Albrecht dice: «El silencio que todo lo envuelve es vacío atemporal y absoluta nada y con esto queda di­cho que es totalmente apersonal. El Budismo sabe, teológicamente hablando, de ese carácter apersonal del nirvana. Para el místico cristiano, la desaparición del yo en el silencio vacío y diáfano es la sancta indif-ferentia, un abandono total a la voluntad de Dios; o es "el paraje solitario, silencioso" donde nadie mora... de­sierto de Dios...» (Psicología, 224).

El nirvana puede tener diversas interpretaciones. El Budismo Hinayana (Pequeño Vehículo) tiende a una concepción negativa; según el Mahayana (Gran Vehículo), por el contrario, el nirvana comporta un sentido positivo: es una nada en el sentido de situación incondicionada, que es a la vez situación de libertad plena. En cualquier caso, el Budismo no concibe el Ser como persona, ni sabe de Dios alguno. Por este moti­vo, el Zenbudista ve en la iluminación la confirmación de su doctrina de que todo es uno: la «unidad vacía».

Es algo igualmente claro que esa misma experien­cia es personal en los místicos cristianos. La distinción entre ambas experiencias puede verificarse con clari­dad suficiente, «ya que, en primer lugar, la cualidad vi-vencial apersonal o personal que caracteriza lo Envol­vente es siempre consciente de una forma evidente y clara; y, en segundo lugar, tiene tales y tan grandes consecuencias para la persona en cuestión que el sen­tir que le corresponde transcurre de una manera com­pletamente diferente en un caso y en otro, según que la experiencia que lo motiva tenga carácter personal o apersonal. El advenimiento de lo Envolvente personal

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es un encuentro con un Tú, que no sólo es esencia que irradia, sino que además es esencia que actúa por sí misma, que se relaciona como persona con el yo abis­mado. El yo no sólo se ve afectado, sino a la vez inter­pelado, llamado, cargado de responsabilidad, valorado y amado» (Psicología, 241). «La relación personal va unida a estos contenidos vivenciales de un modo inse­parable y evidente» (Psicología, 242). En torno a lo Envolvente, al valor supremo, se crea un nimbo de va­lor y en torno a la persona que lo experimenta un nim­bo de no-valor. Todos los sentimientos con los que la persona intenta corresponder al Tú, sean de gratuidad, de deseo o de amor, quedan descalificados inmediata­mente como insuficientes.

También La Nube del No-Saber da fe de este fenó­meno: «¡Cuan maravillosamente se transforma el amor del hombre por la experiencia de esta nada y de esta carencia de lugar! La primera vez que la contem­pla surgen ante la persona los pecados de toda la vi­da... Son muchos los que llegan hasta esta coyuntura de la vida interior, pero la terrible agonía y falta de consuelo que experimentan al enfrentarse consigo mis­mos, les lleva a pensar de nuevo en los placeres mun­danos. Buscan alivio en cosas de la carne, incapaces de soportar el vacío espiritual interior. No entendieron que todavía no estaban preparados para el gozo espiri­tual que les habría sobrevenido si hubieran sabido es­perar» (cap. 69).

«Delante del Tú que actúa, el alma es purificada en el fuego de la descalificación, hasta tanto que su capa­cidad de amar llega a la medida del valor absoluto del Tú» (Psicología, 244). Se comprende así cómo los mís­ticos, después de semejantes experiencias, quedan afianzados en la humildad de un modo totalmente es­pontáneo, en vez de caer en el orgullo.

Forma parte de la experiencia personal de lo En­volvente la conciencia no-imaginaria de su presencia;

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a El no se le ve, pero se le percibe presente en algún lu­gar: por ejemplo, en lo profundo del corazón. Este tipo de experiencia recibe el nombre de «visión intelectual» en la teología mística. La conciencia cierta de la pre­sencia de Dios en el propio corazón es común a todos los místicos y se puede considerar que es el núcleo de la experiencia mística. La experiencia de esta presen­cia va acompañada de una paz profunda y una ale­gría que trascienden todo lo natural.

La diferencia entre la experiencia apersonal y la personal de lo Absoluto, explica óptimamente la dife­rencia entre la experiencia cumbre de las religiones no-cristianas y la mística cristiana. Ambas experiencias, cuando son auténticas, son experiencias del Ser Abso­luto. Pero, ¿qué significa aquí experiencia «auténtica»? Esta pregunta reviste, naturalmente, una importancia capital para todo aquel que decida andar por este ca­mino o tenga que acompañar a otros en él.

Empecemos por decir algo sobre el silencio que se experimenta durante el proceso y en el estado de abis-mamiento. El fenómeno del silencio o de la tranquili­dad y quietud es conocido tanto en la mística cristiana como en la no-cristiana. Ya hemos hablado en otro momento de la oración de silencio y también del silen­cio como el medio que todo lo envuelve; y hemos visto cómo en el proceso de abismamiento budista es, en cierto modo, absolutizado.

El silencio comienza en las dimensiones corpora­les; al menos así sucede en todas las formas de abis­mamiento en que se hace intervenir al cuerpo como factor importante. El silencio que se experimenta en esta dimensión nada tiene que ver, todavía, con la ex­periencia mística. Eso sí: es una condición o una dis­posición para el silencio psíquico que, a su vez, incide de forma muy beneficiosa en la meditación. Los maes­tros de Zen son muy conscientes de estas interrelacio-nes y advierten siempre contra el peligro de quedarse

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apegados a esos sentimientos o sensaciones de bienes­tar y sosiego. Se da una quietud auténtica y profunda en Dios y, cuando se experimenta, los místicos ense­ñan que el alma debe mantenerse quieta. Pero incluso en este caso, hay que evitar apegos exagerados. Resul­ta difícil, a veces, distinguir en los casos concretos de qué clase de silencio o quietud se trata. Además, cuan­do uno comienza a reflexionar sobre este estado para constatar si se trata o no de aquel silencio que «todo lo envuelve», la persona sale inmediatamente de él. Los maestros de Zen, en su lenguaje claro y contundente, suelen decir que no hay que meter la nariz en el Zen para olfatearlo. No hay que perder de vista, tampoco, que el silencio auténtico es un fenómeno que única­mente presagia lo Envolvente. Habrá que volver a pa­sar, como diría Tayler, por en medio de dos puntos: la esperanza y el miedo.

Hablando de un modo general, para discernir la autenticidad de la experiencia mística hay que atenerse a las siguientes reglas: «A mayor grado de ausencia de imágenes, mayor garantía de autenticidad y menor riesgo de engaño». «El proceso de aumento de imáge­nes va parejo al proceso de disminución de la presen­cia» (Conocimiento, 197 y 222). Se refiere a la presen­cia de lo Absoluto.

Estas reglas se corresponden con lo que hemos di­cho anteriormente, y tanto en Oriente como Occidente son tenidas en cuenta para valorar las experiencias místicas. No nos interesa ahora meternos en explica­ciones exhaustivas. La dificultad está, más bien, en su aplicación práctica, sobre todo si se trata de las expe­riencias de uno mismo. Hay caminos de abismamiento en los que se emplean imágenes o se utilizan las que afloran durante el proceso, pero incluso en estos ca­sos, al final deben desaparecer o no ser tenidas en cuenta, si se quiere llegar a tener la experiencia mística de la presencia.

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Cumplidas estas condiciones, las experiencias mís­ticas poseen un alto grado de fíabilidad; «no se trata de productos ilusorios de la fantasía, sino de hechos reales, cuando el místico afirma que durante el estado de abismamiento no es posible engañarse a sí mismo, ni mentirse, pues se ve uno colocado ante el espejo de la verdad, pasando un purgatorio... A partir del en­cuentro con el Tú personal, el yo empieza a disponer de una gran profundidad de sentimiento que le capaci­ta para abrirse amorosamente al prójimo en la vida diaria y estando en conciencia de vigilia» (Psicología, 250). Esta apertura amorosa ha sido siempre caracte­rística de los místicos cristianos. La encontramos tam­bién en religiones no-cristianas, y de modo particular en sus místicos, a pesar de que el camino que llevan unos y otros, considerándolo desde el punto de vista teológico, sea muy distinto en ambos casos.

Aunque la transformación comienza ya durante el proceso de abismamiento y avanza constantemente en el estado de abismamiento, la experiencia central, en el caso de los grandes místicos, parece tener lugar, la mayoría de las veces, en el éxtasis. Ciertamente, lo que sucede en el éxtasis rebasa las posibilidades del análi­sis psicológico. «Por analogía con, y proyectando des­de la perspectiva del estado de abismamiento, pode­mos comprender que para quien se encuentra en esta situación, la pérdida de la conciencia del yo, el sobre­cogimiento por el Tú que viene al encuentro y el enar­decimiento en el sentimiento de un amor hasta enton­ces desconocido, son valorados como experiencias cumbre, y que la substancia de esta «unión» no se pue­de perder, sino que se va convirtiendo en posesión consciente, de un modo cada vez más efectivo». «La corriente mística ha ido produciendo a lo largo de los

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siglos una larga cadena de personalidades cuyas vidas estuvieron marcadas por la actitud mística. Son figu­ras de prominente carácter individual, hombres y mu­jeres que recibieron un don de tal riqueza de experien­cias religiosas que nunca podrán ser sometidas, en su totalidad, a un análisis formal... Para el místico no existe cosa más valiosa que la vivencia extraordinaria de la unión extática. Pero para el psicólogo, el éxtasis no deja de ser un fenómeno límite de la conciencia del estado de abismamiento... Una cosa es cierta: también el místico, al reflexionar, sabe que el éxtasis místico es una situación excepcional, que él valora como aconte­cimiento central de su vida, poco frecuente, muchas veces único, mientras que en la sucesión constante de horas en estado de abismamiento reconoce el camino ordenado, claro y sano que lleva al encuentro con lo Envolvente» (Psicología, 251-52). Es algo que no de­beríamos olvidar nunca. Horas en estado de abisma­miento quiere decir, naturalmente, horas de medita­ción.

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6. El conocimiento místico

Los místicos han mantenido siempre la constante convicción de que la experiencia mística era para ellos fuente de conocimiento seguro. Tomaron así concien­cia, con una evidencia más allá de toda duda, de la presencia de lo Envolvente en su propio corazón; di­cho en cristiano: de la presencia de Dios. Por la fe ha­bían sabido de esta presencia antes de la experiencia mística, pero no dejaba de ser un conocimiento oscu­ro, sobre el que siempre cabe la duda, incluso cuando no aparecen motivos razonables para ello. A partir de la experiencia mística, desaparece toda posibilidad de duda que se desvanece como ante la presencia de una persona a la que se tiene delante. Lo mismo cabe decir de ciertas experiencias en otras religiones. Por ejem­plo, se puede decir de la iluminación Zen que «es, sin lugar a dudas, un fenómeno de percepción auténtica, pura, inmediata y experiencial de lo Envolvente» (Co­nocimiento, 48). Ya hemos dicho antes que en este caso se trata de una experiencia apersonal de lo Abso­luto; pero esto no le quita certeza, sino que incluso la afianza, como veremos más adelante. Por supuesto

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que esto requiere que la experiencia sea auténtica en su núcleo central. Presupuesto que, como es natural, debe darse también en la mística cristiana.

También hemos dicho anteriormente que existe posibilidad de engaño en mayor o menor medida se­gún sea el tipo de experiencia. El peligro es muy gran­de en el caso de las visiones. Veámoslo en el siguiente ejemplo: «Una visión de Cristo puede ser una alucina­ción que se presenta en forma de imagen visible; puede ser una percepción ilusoria de origen patológico; pue­de ser un contenido de la contemplación en forma de imagen y surgida de la imaginación por el fervor de la meditación; es decir: puede ser una imagen metafórica proveniente de la esfera del yo; puede ser también un arquetipo, en el sentido de C. G. Jung. En principio podría ser, incluso, un fenómeno de clarividencia re­troactiva. Pero también puede ser la imagen auténtica de una aparición mística» (Conocimiento, 69). Al decir «imagen de una aparición mística», quiere indicarse que la visión está inseparablemente unida a un saber experiencial acerca de la presencia de lo Envolvente, de tal manera que el numen, desde el punto de vista vi­vencia!, se revela apareciéndose en una imagen. En cambio «imagen obrada místicamente» quiere decir que la visión es el efecto de una experiencia mística. Tratamos ya en otro lugar de dar alguna orientación acerca de la actitud a tomar ante las apariciones y de las distintas posibilidades que caben al respecto. No vamos a insistir ahora sobre ello.

En la historia de la mística cristiana se conocen distintos tipos de experiencia de Dios que también hoy día se dan. Por ejemplo, se dan distintas experiencias en torno a la luz: la luz cósmica, la luz de los hesicas-tas y la luz de que hablan Teresa de Jesús y otros mís-

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ticos, llamada «luz de la iluminación». La denomina­ción «luz cósmica» y la expresión «conciencia cósmi­ca» relacionada con ella, derivan del objeto y no del modo de visión. La luz cósmica es la que más se pare­ce a la luz física (cf. Conocimiento, 112); pero la visión de la luz cósmica no es una visión mística (cf. Conoci­miento, 122). (Para mayores detalles, cf. Conocimien­to, 37-49).

La luz de los hesicastas es aparición visible de lo Envolvente en el transcurso de la contemplación; tam­bién se suele llamar «luz de Tabor»; su existencia nos consta, sobre todo, por el testimonio de los represen­tantes entusiastas de la oración de Jesús en el Monte Athos. La luz de que habla Teresa de Jesús es claridad extrema, sin forma y, por tanto, sin imagen; contem­plada en el espacio de la conciencia. De la luz del Ta­bor se ha dicho siempre que su resplandor se transmite al cuerpo que, en consecuencia, empieza a irradiar luz. También se dice que esta luz no la percibe todo el mundo, y a veces ni el mismo afectado.

Hemos hablado antes del conocimiento místico, de tipo intuitivo. No hay que confundirlo con la visión de lo Envolvente o del Ser divino, puesto que se refiere a conocimientos particulares.

En cuanto a la mística personal, queda todavía por decir que en el ámbito cristiano no existe encuentro místico con lo Envolvente «sin una presencia continua­da del saber, basado en la fe, de que este Ello que vie­ne al encuentro es un El. Por lo tanto, es completa­mente legítimo preguntarse si este El, en el encuentro místico, puede ser experimentado e incluso contempla­do como tal o si, por el contrario, no deja de ser en cualquier caso una categoría del pensamiento, reflejo de una concepción determinada del mundo.

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El punto fenomenológico de transición de una es­tructura de lo Envolvente de carácter apersonal a otra de carácter personal se encuentra justamente allí don­de este El se experimenta como elemento real, objeti­vo, de la presencia mística» {Conocimiento, 196). Se entiende que efectos al estilo de las locuciones, sólo ca­ben en una mística personal, puesto que sólo en ella pueden tener autor. Esto explica por qué en la mística personal estos fenómenos son rechazados de entrada como ilusorios. Por lo demás, conviene recordar que las locuciones encierran un alto riesgo de engaño.

Ya hemos insistido varias veces en el hecho de que la disminución de imágenes va excluyendo progresiva­mente la posibilidad de engaño. Hay que avanzar has­ta llegar a la «visión sin imágenes», o «visión no imagi­naria». Una vez allí, cabe decir: «El yo en contempla­ción, cobijado en un silencio profundo y envuelto por una claridad diáfana, está libre de la estructura volun­taria y reflexiva propia de la conciencia de vigilia y está abierto como un cáliz al advenimiento de lo que va a contemplar. Como consecuencia, el yo místico se abre en contemplación a la venida de lo Envolvente» {Conocimiento, 200).

La visión sin imágenes, por lo tanto, es «un mirar hacia la oscuridad, en la cual nada se ve ni se conoce, pero justamente en esa tenebrosidad está lo que busca el contemplativo. De ahí que este mirar y contemplar suponga una adhesión incondicional y un seguimiento inmediato e incomparable, no perturbado por imagen alguna» {Conocimiento, 208). Dicho de manera más enfatizada: «Allí donde acaba lo que se puede contem­plar, allí donde esto termina definitivamente, donde, por tanto, sólo persiste ya la mera estructura de la contemplación, aunque en su forma más excelsa y pu-

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ra, alli la proximidad del objeto místico es inminente; allí la relación cognoscitiva se perfila del modo más auténtico» {Conocimiento, 221).

El elemento personal de la mística cristiana ¿se fundamenta solamente en una categoría del pensa­miento y en una determinada concepción del mundo que están profundamente enraizadas en la persona en cuestión? La realidad es que sólo raras veces se da una experiencia apersonal de lo Absoluto en un cre­yente cristiano. Ahora bien, si fuera imposible, un cris­tiano nunca podría llegar a experimentar una verdade­ra iluminación Zen que es, sin duda, apersonal. Pero esto es poco probable y los hechos parecen contrade­cirlo. Existen hoy casos de cristianos que han llegado a una iluminación Zen reconocida como tal por pro­minentes maestros de Zen. En la mayoría de los casos, el cristiano que llega a la iluminación por el camino de la meditación Zen, la tiene por una experiencia de Dios. Sin embargo, los datos que tenemos a nuestra disposición son todavía demasiado escasos para per­mitirnos sacar conclusiones definitivas en un sentido o en otro. En el diálogo entre la mística cristiana y la zenbudista se plantea a veces la pregunta de cuál de las dos experiencias sea la última. El zenbudista opina que el cristiano no ha llegado todavía al final del cami­no, mientras siga experimentando a Dios de un modo personal. El cristiano, por su parte, dice que el budista debe dar todavía un paso más para llegar a lo último, es decir, al encuentro del Dios personal.

A este respecto afirma Albrecht: «La mística aper­sonal, en caso de no querer reconocer el ámbito viven-cial de la mística personal como auténtico ámbito de experiencias, tendrá que explicar en qué criterios se basa para excluir del conjunto de sentimientos una

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parte tan grande de efectos o de manifestaciones místi­cas. Por la parte cristiana, se pueden aportar dos razo­nes: 1. El ámbito que habría que excluir como no auténtico es tan grande que sin él apenas quedaría na­da. 2. La estructura de los efectos místicos, al igual que la de las experiencias místicas, es un conjunto cuya unidad llena de sentido es innegable. La estrecha relación de los elementos que sólo se entienden de un modo personal, con aquellos otros que también se pueden interpretar de forma apersonal, no resulta de una simple yuxtaposición. Su unidad está exenta de contradicciones; sus partes se interrelacionan sin dejar resquicios y se sostienen mutuamente. Esta unidad de sentido deja impresionado a quien la experimenta. De ella emana la evidencia de la autenticidad. Desgajar cualquier elemento de este conjunto estructural apare­ce como un acto de tipo voluntarista. La pregunta crí­tica que se plantea acerca de la mística personal es la siguiente: O bien todo el conjunto estructural carece de autenticidad, o bien no carece de ella. Cualquier va­loración basada en entresacar y diferenciar, contradi­ce el fenómeno de su unidad y sentido evidentes» {Co­nocimiento, 244-45).

Con todo, parece que la experiencia apersonal es primaria. Albrecht dice: «El Ello que viene al encuen­tro y cuya presencia se experimenta, es un Ello conce­bido en su generalidad desnuda, carente de toda mati-zación por elementos objetivos. De su esencia sólo se sabe que está más allá de lo cognoscible. Este saber se impone con una evidencia inquebrantable» {Conoci­miento, 240). De esta percepción de la presencia cabe decir: «En consecuencia, desaparece toda posibilidad de engaño que pudiera provenir de una percepción ilu­soria de los elementos objetivos en la percepción de la

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presencia» (Conocimiento, 293). Esto no se puede afir­mar de una manera tan general refiriéndonos a la per­cepción personal de la presencia, y menos aún respec­to a visiones y locuciones. Hace falta establecer unos criterios para saber si son auténticas o no. La espiri­tualidad cristiana ha sido siempre consciente de esta necesidad. De ahí el papel tan importante que siempre ha jugado el discernimiento de espíritus. Los místicos, por su parte, han buscado siempre tal criterio en los frutos o efectos. Lo consideraban un acontecimiento místico o no, según diera frutos de amor, felicidad y purificación o, por el contrario, si provocaba intran­quilidad, discordia o incitaba a apetitos carnales. Se comprende que todo contacto directo del espíritu hu­mano con el Espíritu divino desate una alegría profun­da o, según la situación personal, arrepentimiento y vergüenza. Estas son señales interiores inmediatas. Existen también criterios exteriores: el comportamien­to de la persona, por ejemplo; si la experiencia lleva a ser humilde y servicial o si, por el contrario, conduce al orgullo y a la falta de amor. Ruysbroeck insistía mucho en este último aspecto. A la vez decía, acerca de las experiencias interiores de los falsos místicos, que se parecían tanto a las de los verdaderos como dos pelos de la misma cabeza y que, por lo tanto, no se podía distinguir lo auténtico de lo falso fijándose simplemente en el fenómeno mismo.

Sin embargo, la visión de la luz mística de que ha­blan los místicos cristianos, ofrece muchas garantías de autenticidad. «Está protegida contra el engaño como apenas ninguna otra forma de experiencia místi­ca. En este hecho se basa la opinión de que la luz es la manifestación más auténtica de lo Envolvente» {Cono­cimiento, 297). «La ausencia de posibilidad de engaño

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e ilusión, sólo se da en el ámbito de la mística aperso­nal». «... Por lo tanto, toda mística personal arrastra las consecuencias de estar basada en modos de per­cepción que conllevan un alto grado de posibilidad de engaño y error» (Conocimiento, 303). No bastan los criterios y reglas de discernimiento, si a ellos no se une un «sentido» especial que es, sobre todo, fruto del don de consejo. Este don del Espíritu Santo le es especial­mente necesario al que ha de guiar a otros.

En el trasfondo de la diferencia entre mística per­sonal y apersonal está actuando, seguramente, una postura epistemológica y metafísica. La cuestión tiene, por tanto, gran importancia en el diálogo entre Cristia­nismo y Budismo que ha comenzado ya en muchas partes; o dicho de una manera más general, entre reli­giones que conciben el Ser Absoluto de una forma per­sonal y las que lo conciben de una forma apersonal.

Con esto hemos llegado al final de la experiencia mística en sentido estricto que, como hemos dicho, consiste en la experiencia de lo Envolvente, sea de ca­rácter personal, sea apersonal. Hemos examinado también algunas de estas formas de experiencia para enjuiciarlas bajo el aspecto de su fiabilidad y posible riesgo de engaño.

Queda todavía toda una amplia gama de experien­cias que, aunque no se puedan considerar místicas en sentido estricto, se encuentran, por así decirlo, en un terreno muy próximo a ellas e inmediatamente ante­rior. Presuponen, normalmente, un proceso de abis-mamiento avanzado e incluso el mismo estado de abis-mamiento. De alguna manera rozan la mística. Mu­chos de los que practican alguna forma de meditación simple o transobjetiva llegan hasta aquí. Podemos re­sumir este tipo de experiencias bajo el concepto de una

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especie de «gustar o vislumbrar místico». Puesto que este tipo de experiencias tiene su importancia práctica para los que desean llegar a la oración mística, vamos a comentarlas un poco.

Por «gustar místico» se entiende un modo todavía no diferenciado de experiencia. Es una primera forma de «ser tocado». Puede que sea una experiencia de la presencia, pero uno no llega a saber todavía si se en­cuentra ante un objeto real y experimentable o ante un contenido ilusorio de la fantasía. Se vislumbra algo, parece como si se estuviera envuelto por algo. Sin em­bargo, esta experiencia está «transida en alto grado de sentimientos subsiguientes. El acontecimiento oscuro, aún no claramente perceptible del advenimiento y de la cercanía mística, origina una serie de sentimientos de esperanza, de excitación, de agobio, que se entre­mezclan estrechamente con sentimientos específica­mente numinosos. Es un palpar de lejos la presencia» (Conocimiento, 232). «El núcleo fenomenológico está en la conciencia indefinida de la presencia del Ello. Este gustar está impregnado de vivencias de tipo sensi­tivo» (Conocimiento, 233) que, sin embargo, se limitan a percepciones corporales. «El cuerpo en su conjunto se revela como medio de percepción, al gustar, vislum­brar y estar abierto a la corriente arrolladura de lo que está acercándose y rozándole» (Conocimiento, 233). Podría decirse, por lo tanto, que este gustar o vislum­brar es una relación cognoscitiva, en la que al sujeto le quedan todavía veladas las formas de la experiencia. Lógicamente el valor cognoscitivo es reducido.

Resumiendo, podemos decir de este gustar y vis­lumbrar: «Es el fondo que sostiene, que nutre y del que emergen, en un proceso progresivo, las formas parti­culares de experiencia. El vislumbrar no es sólo el fon-

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do del que emergen; es simultáneamente la experiencia fundamental y primaria que envuelve toda experiencia mística particular y la acompaña» (Conocimiento, 233).

En este contexto, hay que mencionar otra expe­riencia, aunque sea brevemente: la convicción de una dirección interior. Es posible encontrarse hoy en día con un número sorprendentemente grande de personas que afirman sentirse guiadas interiormente. Es de su­poner que no en todos los casos se trata de personas que han llegado a una plenitud comparable a la de los místicos o de los monjes Zen iluminados. La experien­cia de esta guía interior está todavía más lejos de aquella claridad diáfana de la visión mística que el «vislumbrar» del que acabamos de hablar. Quien tiene esta experiencia no la entiende, le resulta oscura y por eso despierta en él un cierto pavor. Linda muy de cer­ca con un comportamiento compulsivo que nada tiene que ver con la mística. Quien se encuentra en esta si­tuación, busca criterios para discernir su autenticidad. Por lo demás, hay personas que efectivamente com­prueban una y otra vez que hicieron bien en seguir la dirección marcada por este sentimiento de guía inte­rior. Por lo menos ésa es la impresión que tienen. De todas maneras, conviene proceder con cautela y no pensar demasiado pronto que se trata de una guía auténtica, mística en el pleno sentido de la palabra. Es muy fácil equivocarse y perjudicar luego a otras per­sonas. Lo que ya dijimos en otro momento, sigue va­liendo: no hay que molestar nunca a nadie basándose en la propia convicción de estar siendo guiado inte riormente. (Para más detalles sobre esta cuestión, cf. Conocimiento, 234).

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Para terminar nuestras explicaciones sobre el co­nocimiento místico, queremos ceder la palabra una vez más a Cari Albrecht: «Prescindiendo por comple­to en este momento de la riqueza de matices del fenó­meno global de la mística, podemos afirmar que, en el conocimiento místico, de suyo se da una interrelación estrecha con el saber que el individuo ha adquirido con anterioridad. En la mística cristiana se produce una fusión del saber experiencial místico con el cono­cimiento de la fe basado en la Revelación. El marco del conocimiento real que tanto hemos reducido, recu­pera inmediatamente su riqueza y su plenitud concre­tas, si tenemos en cuenta que su origen se encuentra en estas dos fuentes y que de ellas se alimenta esencial­mente. Sobre la base del conocimiento de la fe que el hombre aporta a la experiencia mística y que la pene­tra por entero, el proceso de asimilación de la presen­cia culmina en el acontecimiento de un encuentro per­sonal. Todos aquellos fenómenos de conocimiento místico que eliminamos por periféricos, vuelven a re­cobrar su sentido: no sólo la percepción de un flui­do de amor y de una aura de belleza; no sólo el fenó­meno de las 'manifestaciones' consideradas ahora bajo la perspectiva de una 'acción' personal; no sólo la visión de la luz; no sólo los frutos de amor y de servi­cio, sino también locuciones como interpelación y pro­mesa. Por lo tanto, vista desde la perspectiva de una relación vivencial, la mística es siempre un proceso do­ble: Sólo la parte más pequeña de los fenómenos que la acompañan corresponde a auténticos actos cognos­citivos en que lo Envolvente viene al encuentro y se hace presente. La parte mayor consiste en un 'acoger la fe', es decir, en un acontecimiento que se basa en la actualización de la fe» (Conocimiento, 326).

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Epílogo

Hemos intentado comprender el proceso que se pone en marcha con la meditación. La intención de es­tas explicaciones, que nos han llevado bastante lejos, no es teórica, sino práctica. Pretenden ser una ayuda a la hora de meditar, afín de que en lo posible pueda hacerse mejor y con mayor eficacia. Por este camino hemos llegado hasta la misma mística. Naturalmente, esto no significa que todo el que se aplica con fervor a la meditación vaya a convertirse en un San Juan de la Cruz. Para esto no existen garantías. Por otra parte, hemos visto claramente que el proceso de la medita­ción, hasta llegar a las dimensiones más profundas del alma humana, es algo completamente natural; que se encuentra dentro de las posibilidades de todo ser hu­mano, a no ser que lo impidan factores extraordina­rios. Por lo tanto, todo el que se esfuerza seriamente puede llegar a practicar no sólo la meditación objeti­va, sino también la transobjetiva.

Todo el mundo puede llegar a practicar un tipo de meditación en el que no se recoge un objeto desde fue­ra, como agua llevada a la cisterna, sino que se hace

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brotar la fuente que se encuentra en el fondo de todo corazón humano y de la que constantemente mana agua pura. Para ello hace falta, desde luego, que, lle­gado el momento, se detenga la propia actividad men­tal, el pensar, apeándose una y otra vez de él; cuantas veces se sorprenda uno en esa actitud, tendrá que inte­rrumpirla con perseverancia y sin desfallecer. Para conseguirlo plenamente, hay que atravesar el umbral que abre el acceso a las dimensiones más profundas del alma. Cuando esto se ha conseguido alguna vez, con el tiempo luego va resultando más fácil entrar en estas profundidades y, suponiendo que las circunstan­cias no sean demasiado adversas, se consigue con cier­ta seguridad llegar allá en cualquier momento y sin mayor preparación. Con lo cual se le abre al ser hu­mano el acceso a un tesoro hasta entonces escondido y oculto, como aquel tesoro en el campo del propio co­razón del que habla el Evangelio. Este tesoro es verda­deramente inagotable; cuanto más se nutre uno de él, tanto más se acrecienta. Se desarrolla en nosotros una fuerza que es independiente del mundo que nos rodea y de sus constantes cambios.

La verdadera y perdurable felicidad no se encuen­tra por pura casualidad, ni por mera disposición natu­ral. El hombre sólo llega a poseerla haciendo un es­fuerzo serio y constante; y, a fin de cuentas, no puede encontrarla sino en el fondo de su propio corazón, en el más profundo centro del alma, en el hondón, como dicen los místicos. Al llegar allí, no sólo va a encon­trar su verdadero yo-mismo, sino también su fondo úl­timo; sólo ahí encuentra el ser humano la paz, pues este fondo último es El. Como dice el maestro Eck-hart, en el momento en que el hombre se ha despojado de lo último, se le devuelve todo lo que ha entregado;

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pero entonces lo posee de una manera totalmente des­prendida. El mundo mejoraría deforma más rápida si se enseñara a los hombres el camino hacia la verdade­ra felicidad, por el que todos pueden andar si ponen de su parte buena voluntad. Cuanto mayor sea el número de personas que lleguen a ser felices desde el fondo de su alma, tanto más feliz se volverá la sociedad en su conjunto y tanto más irá a mejor; de este modo, todos podemos contribuir a la felicidad de la humanidad. Estas personas, como se suele decir, 'irradian'; su sola presencia contribuye a la felicidad de los demás; y lo hacen en mucho mayor medida que las palabras de quienes hablan mucho de felicidad, pero no la irra­dian.

Seguramente ha quedado claro que el estado de ánimo que normalmente es condición previa para la experiencia mística auténtica es un estado de concien­cia de claridad diáfana; el estado de conciencia más claro posible, dentro de lo humanamente posible. Este es el resultado al que hemos llegado en nuestra exposi­ción del estado de conciencia de abismamiento y de la visión interior que se puede dar en él. El estado de conciencia del samadhi y del zanmai, al que conducen los caminos de abismamiento hindú y budista respecti­vamente, coincide fenomenológicamente con el estado de conciencia que en el cristianismo se considera nece­sario para que se dé la experiencia mística; ambos po­seen las mismas características. En algunos aspectos, el camino de abismamiento discurre aparentemente de distinto modo a como lo describe C. Albrecht cuando se refiere al camino cristiano. Pero, al final, ambos ca­minos se encuentran. Las imágenes empleadas en el entrenamiento autógeno han de desaparecer de nuevo, llevando a una visión sin imágenes; en esto coinciden

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el camino cristiano y el camino Zen: en que rechazan desde el primer momento cualquier imagen. Así pues, el Zen puede ser de gran ayuda para llegar a la ora­ción mística; y una ayuda muy eficaz, porque hace que también intervenga el cuerpo.

En realidad, lo que nos interesaba era encontrar un camino de acceso a aquel lugar en el que acontecen «cosas grandes»: en sentido cristiano, las experiencias místicas; en las religiones orientales, las experiencias-cúspide. Realmente existe tal lugar, y estas cosas no ocurren simplemente por casualidad, ni son cuestión de suerte. Se trata de un lugar, de un estado de con­ciencia, que la psicología define clara y unívocamente. La naturaleza humana está estructurada de tal mane­ra que tiene la posibilidad de llegar a verdaderas ex­periencias místicas. Existe un camino, varios incluso, para llegar a este lugar; caminos todos ellos que coin­ciden en lo esencial. Y esto es motivo de alegría. A pe­sar de todo, en este estado de conciencia no necesaria­mente ha de ocurrir justamente aquello que se está es­perando que ocurra y que, efectivamente, puede ocu­rrir. Según la concepción cristiana, hace falta además otra cosa. Por nuestra parte, estamos preparados y dispuestos, pero cuanto luego suceda depende, en últi­ma instancia, de la gracia de Dios. Estamos abiertos; pero si realmente llegará a derramarse la gracia en este cáliz abierto, es algo que sólo podemos esperar con humildad y en silencio.

Sin embargo, aunque no suceda lo que anhelamos, nunca habremos perdido el tiempo; al contrario, ese tiempo es sumamente fructífero, como hemos repetido varias veces. Vamos siendo purificados progresiva­mente y, a la vez, somos transformados, haciéndonos

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más semejantes a Dios y más valiosos para nuestro prójimo.

A nte nuestra pretensión de introducir a la oración mística, tal vez a más de uno le haya asaltado la du­da: ¿Se puede acaso aprender la oración mística? Aun en el caso de que hasta ahora no hubiera sido po­sible, no se sigue que no lo vaya a ser en el futuro. Todo lo contrario. Tenemos la impresión de que el hombre ha llegado a una etapa de su desarrollo espiri­tual en que la mística ya no va a ser privilegio de unos pocos, sino un camino abierto a todos. En este sentido, ya dijimos al principio que el hombre moderno tiene necesidad de la experiencia de Dios para su vida reli­giosa. En las religiones orientales, en realidad siempre se ha mantenido esta postura. En ellas siempre se ha tratado de que la «verdad eterna» fuese percibida ex-periencialmente; de ahí que, durante siglos, anduvie­ran buscando caminos que condujeran a tal experien­cia. En Occidente, en el cristianismo concretamente, en lugar de esto hemos recibido el don único de la Re­velación divina depositada en las Sagradas Escritu­ras. Hasta ahora, por medio de una fe firme en esta Revelación, nos ha sido posible colaborar en nuestra salvación aun sin experiencia mística; y sólo han exis­tido relativamente pocas personas que hayan recibido el don de gracias místicas.

Pero ahora podemos vivir con la feliz convicción de que esas gracias son posibles para todos nosotros y, tal vez, hasta necesarias para poseer los tesoros de nuestra fe de una manera nueva y más arraigada. Si hoy día el hombre está entrando en una nueva dimen­sión espiritual de su pensamiento, nada más natural que el hecho de que esto repercuta también en el terre­no religioso; el resultado sería precisamente el pensa-

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miento o conocimiento místico. Si esto es cierto, se si­gue que esta nueva dimensión religiosa ha de ser acce­sible a todo ser humano, sea cual sea su profesión.

Puestos ya en este caso, sólo existe una condición, la misma para todos, pero ineludible siempre y de la que a lo largo de estas páginas seguramente hemos vuelto a tomar conciencia. Se trata de lo más costoso que pueda haber para el ser humano y que, sin embar­go, todo hombre tendrá que asumir alguna vez: la «muerte mística», de la que dice San Buenaventura: «Sólo puede recibirla quien pueda decir: 'mi alma ha escogido la angustia de la muerte y mis huesos la ani­quilación'. El que ama esta muerte, éste podrá con­templar a Dios; pues es sin duda verdad que nadie puede ver a Dios y seguir viviendo».

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